La Suerte de Campo Rodrigo

Agi­tá­ba­se en con­mo­ción Campo Ro­dri­go. Cues­tión de riñas no sería, pues en 1850 no era esta no­ve­dad bas­tan­te para re­unir todo el cam­pa­men­to. No so­la­men­te que­da­ron de­sier­tos los fosos, sino que hasta la es­pe­ce­ría de Tut con­tri­buía tam­bién con sus ju­ga­do­res, quie­nes, como todos sa­bían, con­ti­nua­ron re­po­sa­da­men­te su par­ti­da el día en que Pedro el fran­cés y Ka­na­ka Joe se ma­ta­ron a tiros por en­ci­ma del mos­tra­dor, fren­te mismo de la puer­ta. For­man­do com­pac­tos gru­pos es­ta­ban los ve­ci­nos reuni­dos ante una tosca ca­ba­ña, hacia el lado ex­te­rior del cam­pa­men­to. Se cu­chi­chea­ba con ver­da­de­ro in­te­rés, y a me­nu­do se re­pe­tía el nom­bre de una mujer, nom­bre bas­tan­te fa­mi­liar en el cam­pa­men­to: Ge­no­ve­va Sal.

Ha­blar de ella pro­li­ja­men­te sería con­tra­pro­du­cen­te. Basta con­sig­nar que era una mujer gro­se­ra y des­gra­cia­da­men­te muy pe­ca­do­ra, pero al fin y al cabo la única mujer del cam­pa­men­to Ro­dri­go, que pre­ci­sa­men­te pa­sa­ba la cri­sis su­pre­ma en que su sexo re­quie­re mayor suma de cui­da­dos y aten­cio­nes.

Vi­cio­sa, aban­do­na­da e in­co­rre­gi­ble, pa­de­cía, sin em­bar­go, un mar­ti­rio cruel aun cuan­do lo atien­den y dul­ci­fi­can las com­pa­si­vas manos fe­me­ni­nas.

En aquel ais­la­mien­to ori­gi­nal y te­rri­ble, sin duda había caído sobre ella la mal­di­ción que atra­jo Eva en cas­ti­go del pri­mer pe­ca­do. Tal vez for­ma­ba parte de la ex­pia­ción de sus fal­tas, que en el mo­men­to en que más falta le hacía la ter­nu­ra in­tui­ti­va y los cui­da­dos de su sexo, sólo se en­con­tra­ra con las caras in­di­fe­ren­tes de hom­bres egoís­tas. De todos modos, creo que al­gu­nos de los es­pec­ta­do­res se en­con­tra­ban afec­ta­dos com­pa­de­cién­do­la sin­ce­ra­men­te. Ale­jan­dro Tip­ton pen­sa­ba que aque­llo era muy duro «para Sal», y con­mo­vi­do con tal re­fle­xión, se hizo por el mo­men­to su­pe­rior al hecho de tener es­con­di­dos en la manga un as y dos de triun­fos.

Hay que con­fe­sar que el caso no era para menos. No es­ca­sea­ban en Campo Ro­dri­go los fa­lle­ci­mien­tos, pero un na­ci­mien­to no era cosa co­no­ci­da. Va­rias per­so­nas ha­bían sido ex­pul­sa­das del cam­pa­men­to re­suel­ta y ter­mi­nan­te­men­te, y sin nin­gu­na pro­ba­bi­li­dad de ul­te­rior re­gre­so; pero ésta era la pri­me­ra vez que en él se in­tro­du­cía al­guien ab initio. He aquí la causa de la sen­sa­ción.

—Oye, Ed­mun­do—dijo un ciu­da­dano pro­mi­nen­te, co­no­ci­do por León, di­ri­gién­do­se a uno de los cu­rio­sos.—Entra aquí y mira lo que pue­das hacer, tú que tie­nes ex­pe­rien­cia en estas cosas.

Y a la ver­dad que la elec­ción no podía ser más acer­ta­da. Ed­mun­do en otros cli­mas había sido la ca­be­za pu­tati­va de dos fa­mi­lias. Pre­ci­sa­men­te, a al­gu­na in­for­ma­li­dad legal en ese pro­ce­der, se debió que Campo Ro­dri­go, pue­blo hos­pi­ta­la­rio, le con­ta­se en su seno. Todos apro­ba­ron la elec­ción y Ed­mun­do fue bas­tan­te pru­den­te para aco­mo­dar­se a la vo­lun­tad de sus con­ciu­da­da­nos. La puer­ta se cerró tras del im­pro­vi­sa­do ci­ru­jano y co­ma­drón, y todo Campo Ro­dri­go se sentó en los al­re­de­do­res de la ca­ba­ña, fumó su pipa y aguar­dó el desen­la­ce de la tra­ge­dia.

La abi­ga­rra­da asam­blea con­ta­ba unos cien in­di­vi­duos; uno o dos de éstos eran ver­da­de­ros fu­gi­ti­vos de la jus­ti­cia, otros eran cri­mi­na­les y todos del «qué se me da a mí». Ex­te­rior­men­te no de­ja­ban tras­lu­cir el menor in­di­cio sobre su vida y an­te­ce­den­tes. El más des­al­ma­do tenía una cara de Ra­fael, con pro­fu­sión de ca­be­llos ru­bios: Ar­tu­ro, el ju­ga­dor, tenía el aire me­lan­có­li­co y el en­si­mis­ma­mien­to in­te­lec­tual de un Ham­let: el hom­bre más se­reno y va­lien­te ape­nas medía cinco pies de es­ta­tu­ra, con una voz ati­pla­da y ma­ne­ras afe­mi­na­das y tí­mi­das. El tér­mino truha­nés apli­ca­do a ellos cons­ti­tuía más bien una dis­tin­ción que una de­fi­ni­ción. In­di­vi­dual­men­te con­si­de­ra­dos, quizá fal­ta­ban a mu­chos los de­ta­lles me­no­res, como dedos de la mano y pies, ore­jas, etc.; pero estas leves omi­sio­nes no le qui­ta­ban nada de su fuer­za co­lec­ti­va. El más hábil de entre ellos, no tenía más que tres dedos en la mano de­re­cha; el más cer­te­ro ti­ra­dor era tuer­to de so­lem­ni­dad.

Tal era el as­pec­to fí­si­co de los hom­bres dis­per­sos en torno de la ca­ba­ña. For­ma­ba el cam­pa­men­to de Campo Ro­dri­go un valle trian­gu­lar entre dos mon­ta­ñas y un río, y era su única sa­li­da un es­car­pa­do sen­de­ro que es­ca­la­ba la cima de un monte fren­te a la ca­ba­ña, ca­mino ilu­mi­na­do en­ton­ces por los pla­tea­dos rayos de Diana.

La pa­cien­te podía ha­ber­lo visto desde el tosco lecho en que yacía. Podía verlo ser­pen­tear como una cinta de plata, hasta ex­pi­rar en lo alto con­fun­di­do con las nubes. Un fuego de ramas de pino car­co­mi­das fo­men­ta­ba la so­cia­bi­li­dad en la reunión. Len­ta­men­te, re­apa­re­ció la ale­gría na­tu­ral de Campo Ro­dri­go. Cam­biá­ron­se apues­tas a dis­cre­ción res­pec­to al re­sul­ta­do: Tres con­tra cinco que Sal sal­dría con bien de la cosa; ade­más, tam­bién apos­to­se que vi­vi­ría la cria­tu­ra y se atra­ve­sa­ron apues­tas apar­te sobre el sexo y com­ple­xión del fu­tu­ro hués­ped. En lo más recio de la ani­ma­da con­tro­ver­sia, oyose una ex­cla­ma­ción de los que es­ta­ban más cer­ca­nos a la puer­ta, y todo el mundo aguzó los oídos. Do­mi­nan­do el rumor del aire entre los pinos que agi­ta­ba, el mur­mu­llo de la rá­pi­da co­rrien­te del río y el chis­po­rro­teo del fuego, oyose un grito agudo, que­jum­bro­so, un grito al que no es­ta­ban ave­za­dos los ha­bi­tan­tes del cam­pa­men­to de Campo Ro­dri­go. Las hojas ce­sa­ron de gemir, el río cesó en su mur­mu­llo y el fuego de chis­po­rro­tear: pa­re­cía como si la Na­tu­ra­le­za hu­bie­se sus­pen­di­do sus la­ti­dos.

El cam­pa­men­to se le­van­tó como un solo hom­bre. No sé quién pro­pu­so volar un ba­rril de pól­vo­ra, pero pre­va­le­cie­ron más sanos con­se­jos, y sólo se acor­dó el dis­pa­ro de al­gu­nos re­vól­vers en con­si­de­ra­ción al es­ta­do de la madre, la cual, sea de­bi­do a la tosca ci­ru­gía del cam­pa­men­to, sea por algún otro mo­ti­vo, fe­ne­cía por mo­men­tos. No trans­cu­rrió una hora sin que, como as­cen­dien­do por aquel es­car­pa­do ca­mino que con­du­cía a las es­tre­llas, sa­lie­se para siem­pre de Campo Ro­dri­go, de­jan­do su vergüenza y su pe­ca­do. No creo que tal no­ti­cia preo­cu­pa­ra a nadie a no ser por la suer­te del re­cién na­ci­do.

—Pero, ¿podrá vivir ahora?—pre­gun­ta­ron todos a Ed­mun­do.

Su con­tes­ta­ción fue du­do­sa. El único ser del sexo de Ge­no­ve­va Sal que que­da­ba en el cam­pa­men­to en con­di­cio­nes de ma­ter­ni­dad, era una bo­rri­ca. Sus­ci­to­se breve de­ba­te res­pec­to a las cua­li­da­des de se­me­jan­te no­dri­za, pero se so­me­tió a la prue­ba, menos pro­ble­má­ti­ca que el an­ti­guo tra­ta­mien­to de Ró­mu­lo y Remo y al pa­re­cer tan sa­tis­fac­to­ria.

Dis­po­nien­do todos estos ad­mi­nícu­los, se pasó to­da­vía otra hora. Por úl­ti­mo, se abrió la puer­ta y la an­sio­sa mu­che­dum­bre de hom­bres, que ya se había for­ma­do en cola, des­fi­ló or­de­na­da­men­te por el in­te­rior de la fú­ne­bre ca­ba­ña. In­me­dia­to del bajo lecho de ta­blas, sobre el cual se di­bu­ja­ba fan­tás­ti­ca­men­te per­fi­la­do el ca­dá­ver de la madre en­vuel­to en la manta, había una tosca mesa cua­dra­da. En­ci­ma de esta había una caja de velas, y den­tro, en­vuel­to en fra­ne­la de un en­car­na­do chi­llón, yacía el re­cién lle­ga­do a Campo Ro­dri­go. Al lado mismo de la im­pro­vi­sa­da cuna, había co­lo­ca­do un som­bre­ro; pron­to se com­pren­dió su des­tino.

—Se­ño­res—dijo Ed­mun­do con una ex­tra­ña mez­cla de au­to­ri­dad y de com­pla­cen­cia ex ofi­cio,—los se­ño­res ten­drán la bon­dad de en­trar por la puer­ta prin­ci­pal, dar la vuel­ta a la mesa y salir por la puer­ta pos­te­rior. Los que deseen con­tri­buir con algo para el huér­fano, en­con­tra­rán a mano un som­bre­ro que se ha dis­pues­to para el caso.

El pri­mer vi­si­tan­te entró con la ca­be­za cu­bier­ta, pero al girar una mi­ra­da en torno suyo se des­cu­brió, y así, in­cons­cien­te­men­te, dio el ejem­plo a los demás, pues en tal co­mu­ni­dad de gen­tes, las ac­cio­nes bue­nas y malas tie­nen efec­to con­ta­gio­so. A me­di­da que des­fi­la­ba la pro­ce­sión, se de­ja­ban oír los co­men­ta­rios crí­ti­cos, di­ri­gi­dos más par­ti­cu­lar­men­te a Ed­mun­do en su ca­li­dad de ex­po­si­tor y ci­ru­jano.

—¿Y es eso?

—El ejem­plar es ver­da­de­ra­men­te mi­núscu­lo.

—¡Qué en­car­na­do está!

—¡Si no es más largo que un re­vól­ver!

Pero lo ver­da­de­ra­men­te ca­rac­te­rís­ti­co fue­ron los do­na­ti­vos: una caja de rapé, de plata; un do­blón; un re­vól­ver de ma­ri­na, mon­ta­do en plata; un lin­go­te de oro; un her­mo­so pa­ñue­lo de se­ño­ra pri­mo­ro­sa­men­te bor­da­do (de parte de Ar­tu­ro, el ju­ga­dor), un pren­de­dor de dia­man­tes; una sor­ti­ja tam­bién de dia­man­tes (re­ga­lo su­ge­ri­do por el pre­ce­den­te, con la ob­ser­va­ción del dador de que vio aquel al­fi­ler y lo me­jo­ró con dos dia­man­tes); una honda; una bi­blia (dador in­cóg­ni­to); una es­pue­la de oro; una cu­cha­ri­ta de plata cuyas ini­cia­les no eran pre­ci­sa­men­te las del ge­ne­ro­so do­nan­te; un par de ti­je­ras de ci­ru­jano; una lan­ce­ta; un bi­lle­te de Banco de In­gla­te­rra, de cinco li­bras, y como unos dos­cien­tos pesos suel­tos, en oro y en mo­ne­das de todo cuño. Mien­tras duró la ce­re­mo­nia, Ed­mun­do man­tu­vo un si­len­cio tan ab­so­lu­to como el de la muer­ta que tenía a su iz­quier­da y una gra­ve­dad tan in­des­ci­fra­ble como la del re­cién na­ci­do, que yacía en­ci­ma de la mesa.

Un li­ge­ro in­ci­den­te rom­pió la mo­no­to­nía de aque­lla ex­tra­ña pro­ce­sión.

Al in­cli­nar­se León cu­rio­sa­men­te sobre la caja de velas, la cria­tu­ra se vol­vió, y en un mo­vi­mien­to de es­pas­mo aga­rró el erran­te dedo del mi­ne­ro y por un mo­men­to lo re­tu­vo con fuer­za.

León puso la es­tu­pe­fac­ta cara de un idio­ta, y algo pa­re­ci­do al rubor se es­for­zó en aso­mar a sus me­ji­llas cur­ti­das por el sol.

—¡Mal­di­to bri­bón!—dijo, re­ti­ran­do su dedo con mayor ter­nu­ra y cui­da­do de los que se po­drían sos­pe­char de él.

Y al salir, man­te­nía el dedo algo se­pa­ra­do de los demás, exa­mi­nán­do­lo con ex­tra­ña aten­ción.

Este exa­men pro­vo­có la misma ori­gi­nal ob­ser­va­ción res­pec­to del an­ge­li­to.

En efec­to, pa­re­cía re­go­ci­jar­se al re­pe­tir­lo.

—¡Ha re­ñi­do con mi dedo!—dijo a Ale­jan­dro Tip­ton, mos­tran­do este ór­gano pri­vi­le­gia­do.

—¡Mal­di­to bri­bón!

Ha­bían dado las cua­tro cuan­do el cam­pa­men­to se re­ti­ró a des­can­sar. En la ca­ba­ña, donde al­guien ve­la­ba, ar­dían unas luces; Ed­mun­do no se acos­tó aque­lla noche ni León tam­po­co; éste bebió a dis­cre­ción y re­la­tó gus­to­sa­men­te su aven­tu­ra de un modo in­va­ria­ble, ter­mi­nán­do­la con la ca­li­fi­ca­ción ca­rac­te­rís­ti­ca del re­cién na­ci­do; esto pa­re­cía po­ner­le a salvo de cual­quier acu­sa­ción in­jus­ta de sen­si­bi­li­dad, y León no era hom­bre de de­bi­li­da­des… Des­pués que todos se hu­bie­ron acos­ta­do, lle­go­se hasta el río, sil­ban­do con aire in­di­fe­ren­te. Re­mon­tó des­pués la ca­ña­da, y pasó por de­lan­te de la ca­ba­ña sil­ban­do aún con sig­ni­fi­ca­ti­vo des­cui­do. Sen­to­se junto a un enor­me palo cam­pe­che y vol­vió sobre sus pasos y otra vez pasó por la ca­ba­ña. Al lle­gar allí, en­cen­dió pau­sa­da­men­te su pipa, y en un mo­men­to de fran­ca re­so­lu­ción llamó a la puer­ta.

Ed­mun­do la abrió.

—¿Cómo va?—dijo León, mi­ran­do por en­ci­ma de Ed­mun­do, hacia la caja de velas.

—Per­fec­ta­men­te—con­tes­tó Ed­mun­do.

—¿Ocu­rre algo?

—Nada.

Su­ce­dió una pausa, una pausa em­ba­ra­zo­sa. Ed­mun­do con­ti­nua­ba con la puer­ta abier­ta; León re­cu­rrió a su dedo, que mos­tró a Ed­mun­do.

—¡Se peleó con él el mal­di­to bri­bón!—dijo, y par­tió en se­gui­da.

Al ama­ne­cer del día si­guien­te, tuvo Ge­no­ve­va Sal la ruda se­pul­tu­ra que podía darle Campo Ro­dri­go; des­pués, cuan­do su cuer­po hubo sido de­vuel­to al seno del monte, ce­le­bro­se una reunión for­mal en el cam­pa­men­to para dis­cu­tir lo que de­be­ría ha­cer­se con su hijo, re­ca­yen­do el acuer­do uná­ni­me y en­tu­sias­ta de adop­tar­lo. Pero a la vez se le­van­tó un ani­ma­do de­ba­te res­pec­to de la po­si­bi­li­dad y ma­ne­ra de sub­ve­nir a los dis­pen­dios de su man­te­ni­mien­to. Digno de con­sig­nar­se es que los ar­gu­men­tos no par­ti­ci­pa­ron de nin­gu­na de aque­llas fe­ro­ces per­so­na­li­da­des a que con­du­cían, por lo ge­ne­ral, las dis­cu­sio­nes en Campo Ro­dri­go. El ex­ci­ru­jano pro­pu­so en­viar la cria­tu­ra a Red-Dog, a cua­ren­ta mi­llas de dis­tan­cia, en donde se le po­drían pro­di­gar fe­me­ni­les cui­da­dos: pero la des­gra­cia­da pro­po­si­ción en­con­tró en se­gui­da la más uná­ni­me y feroz opo­si­ción. In­du­da­ble­men­te, no se que­ría tomar en cuen­ta plan al­guno que en­ce­rra­se la idea de se­pa­rar­se del re­cién ve­ni­do.

Más des­con­fia­do, Tomás Rider ob­ser­vó que aque­lla gente de Red-Dog podía cam­biar­lo y en­do­sar­les otro, in­cre­du­li­dad res­pec­to a la hon­ra­dez de los ve­ci­nos cam­pa­men­tos que pre­va­le­cía en Campo Ro­dri­go to­can­te a todos los asun­tos.

La pro­po­si­ción de tomar una no­dri­za en­con­tró tam­bién en la asam­blea una opo­si­ción for­mi­da­ble. Dí­jo­se, en pri­mer lugar, que no se al­can­za­ría de una mujer de­cen­te el que acep­ta­ra como hogar Campo Ro­dri­go, y aña­dió el ora­dor que no hacía falta nadie de otra es­pe­cie. Esta in­di­rec­ta, poco ca­ri­ta­ti­va para la di­fun­ta madre, por dura que pa­re­cie­se, fue el pri­mer sín­to­ma de re­ge­ne­ra­ción del cam­pa­men­to. Ed­mun­do nada dijo; tal vez por mo­ti­vos de de­li­ca­de­za no quiso me­ter­se en la elec­ción de su po­si­ble su­ce­sor, pero cuan­do le pre­gun­ta­ron, afir­mó re­suel­ta­men­te que él y Jinny, la bo­rri­ca antes alu­di­da, po­dían com­po­nér­se­las para criar al pe­que­ñue­lo. Algo de ori­gi­nal, in­de­pen­dien­te y he­roi­co había en este plan, que gustó al cam­pa­men­to, por lo que se ra­ti­fi­có la con­fian­za a Ed­mun­do, en­vián­do­se a Sa­cra­men­to por unos pa­ña­les.

—Cui­da­do—dijo el te­so­re­ro po­nien­do en manos del en­via­do un saco de arena au­rí­fe­ra que se pudo en­con­trar;—en­ca­jes, tra­ba­jos de fi­li­gra­na y ran­das… todo lo que sea me­nes­ter.

Aun­que pa­re­ce mi­la­gro, la cria­tu­ra salió ade­lan­te; tal vez el clima vi­go­ro­so de la mon­ta­ña se en­car­gó de sub­sa­nar las de­fi­cien­cias de la cría. La Tie­rra ama­man­tó con sus ubres a este aven­tu­re­ro. En aque­lla at­mós­fe­ra de las co­li­nas, al pie de la sie­rra, en aquel aire vivo, de olo­res bal­sá­mi­cos, en­con­tró cor­dial a la vez pu­ri­fi­can­te y vi­vi­fi­ca­dor, que le ser­vía de ali­men­to, o bien una quí­mi­ca sutil que con­ver­tía la leche de burra en cal y fós­fo­ro y demás nu­tri­ti­vos ele­men­tos. Ed­mun­do se in­cli­na­ba a creer que era lo úl­ti­mo, y su so­lí­ci­ta y es­me­ra­da aten­ción.

—Yo y la burra—decía—le hemos ser­vi­do de padre y madre.

Y aña­día a me­nu­do, di­ri­gién­do­se al en­vol­to­rio mal per­ge­ña­do que tenía de­lan­te:

—Nunca jamás te vuel­vas con­tra no­so­tros.

Al cabo de trein­ta días, hí­zo­se evi­den­te la ne­ce­si­dad de dar nom­bre al niño, pues hasta en­ton­ces había sido co­no­ci­do como «el cor­de­ri­to», «el niño de Ed­mun­do», «el ca­yo­te», alu­sión a sus fa­cul­ta­des vo­ca­les, y aun por el tierno di­mi­nu­ti­vo de «el mal­di­to bri­bón». Sin em­bar­go, pron­to se dijo que esto era vago y poco sa­tis­fac­to­rio, y fi­nal­men­te pre­va­le­ció una nueva opi­nión. Los aven­tu­re­ros y ju­ga­do­res son su­pers­ti­cio­sos: Ar­tu­ro de­cla­ró un día que la cria­tu­ra lle­va­ba la suer­te a Campo Ro­dri­go, y a la ver­dad el cam­pa­men­to no había sido des­gra­cia­do en los úl­ti­mos tiem­pos. Así, pues, éste fue el nom­bre con­ve­ni­do, con el pre­fi­jo de To­ma­sín, para ha­cer­lo un poco más cris­tiano. No se hizo alu­sión al­gu­na a la madre, y el padre poco im­por­ta­ba.

—Mejor es—dijo el fi­lo­só­fi­co Ar­tu­ro—dar de nuevo las car­tas, lla­mar­le La Suer­te y co­men­zar el juego otra vez.

Se se­ña­ló, pues, día para el bau­ti­zo. A juz­gar por la des­preo­cu­pa­da irre­ve­ren­cia que reina­ba en Campo Ro­dri­go, puede ima­gi­nar­se lo que venía a sig­ni­fi­car dicha fies­ta. El maes­tro de ce­re­mo­nias era un tal Bos­ton, cé­le­bre ta­ra­vi­lla, y la oca­sión pa­re­cía pres­tar­le mag­ní­fi­ca oca­sión para lucir sus chis­tes y agu­de­zas. Este in­ge­nio­so bufón pasó dos días pre­pa­ran­do una pa­ro­dia del ce­re­mo­nial de la igle­sia, con al­gu­nas alu­sio­nes de sabor local. En­sa­yo­se con­ve­nien­te­men­te el coro y se eli­gió pa­drino a Ale­jan­dro Tip­ton. Des­pués de la pro­ce­sión llegó éste a la ar­bo­le­da con mú­si­ca y ban­de­ras al fren­te, y la cria­tu­ra fue de­po­si­ta­da al pie de un altar si­mu­la­do. Pero de pron­to apa­re­ció Ed­mun­do, y ade­lan­tán­do­se al fren­te de la mu­che­dum­bre en ex­pec­ta­ti­va, dijo lo si­guien­te:

—No es mi cos­tum­bre echar a per­der las bro­mas, mu­cha­chos—y en esto ir­guio­se el hom­bre­ci­llo re­suel­ta­men­te, ha­cien­do fren­te a las mi­ra­das en él fijas,—pero me pa­re­ce que esto no cua­dra. Es hacer un desafue­ro al chi­qui­tín, eso de mez­clar­le en bro­mas que no puede com­pren­der. Y res­pec­to a la elec­ción de pa­drino, dijo en tono au­to­ri­ta­rio:—Qui­sie­ra saber quién tiene más de­re­chos que yo.

Un grave si­len­cio si­guió a estas pa­la­bras, pero sea dicho en honor de todos los bro­mis­tas, el pri­mer hom­bre que re­co­no­ció la jus­ti­cia fue el or­ga­ni­za­dor del es­pec­tácu­lo, pri­ván­do­se así del le­gí­ti­mo dis­fru­te de su tra­ba­jo.

Apro­ve­chan­do estas ven­ta­jas, con­ti­nuó Ed­mun­do rá­pi­da­men­te:—Pero, es­ta­mos aquí para un bau­ti­zo y lo ten­dre­mos: Yo te bau­ti­zo, Tomás La Suer­te, según las leyes de los Es­ta­dos Uni­dos y de Ca­li­for­nia, y… en nom­bre de Dios. Amén.

Por pri­me­ra vez se pro­fe­ría en el cam­pa­men­to el nom­bre de Dios de otro modo que pro­fa­nán­do­lo. La ce­re­mo­nia que aca­ba­ba de ce­le­brar­se era tal vez más ri­si­ble que la que había con­ce­bi­do el sa­tí­ri­co Bos­ton, pero, cosa ex­tra­ña, nadie re­pa­ró en ello. To­ma­sín fue bau­ti­za­do tan se­ria­men­te como lo hu­bie­ra sido bajo las bó­ve­das de un tem­plo cris­tiano, y en igual forma tra­ta­do y con­si­de­ra­do.

Y así fue cómo prin­ci­pió la obra de re­ge­ne­ra­ción de Campo Ro­dri­go, ope­rán­do­se en el cam­pa­men­to un cam­bio im­per­cep­ti­ble. Lo que pri­me­ra­men­te ex­pe­ri­men­tó las pri­me­ras se­ña­les de pro­gre­so, fue la mo­des­ta vi­vien­da de To­ma­sín. Lim­pia­da y blan­quea­da cui­da­do­sa­men­te, fue luego en­ta­ri­ma­da con ma­de­ras, em­pa­pe­la­da y ador­na­da. La cuna de palo rosa traí­da de ochen­ta mi­llas sobre un mulo, como decía Ed­mun­do a su ma­ne­ra, fue digno re­ma­te de todo aque­llo. De este modo, la reha­bi­li­ta­ción de la ca­ba­ña fue un hecho con­su­ma­do. La nu­me­ro­sa con­cu­rren­cia que solía pasar el rato en casa de Ed­mun­do para ver cómo se­guía La Suer­te, apre­cia­ban el cam­bio, y, en de­fen­sa pro­pia, el es­ta­ble­ci­mien­to rival, la es­pe­ce­ría de Tut, se res­tau­ró con un es­pe­jo y una al­fom­bra. Con­se­cuen­cia sa­lu­da­ble de estas no­ve­da­des, fue fo­men­tar en Campo Ro­dri­go cos­tum­bres más rí­gi­das de aseo per­so­nal; ade­más, Ed­mun­do im­pu­so una es­pe­cie de cua­ren­te­na a aque­llos que as­pi­ra­ban al honor de tener en bra­zos a La Suer­te. Claro que esto fue una mor­ti­fi­ca­ción para León, quien, gra­cias al des­cui­do de una va­ro­nil na­tu­ra­le­za y a las cos­tum­bres de la vida de fron­te­ras, había creí­do hasta en­ton­ces que los ves­ti­dos eran una se­gun­da piel que, como la de la ser­pien­te, sólo se cam­bia­ba cuan­do se caía por ca­re­cer de uti­li­dad. No obs­tan­te, fue tan sutil la in­fluen­cia del ejem­plo ajeno, que desde aque­lla fecha en ade­lan­te apa­re­ció re­gu­lar­men­te con ca­mi­sa lim­pia y cara aún re­lu­cien­te por el con­tac­to del agua fres­ca. Tam­po­co fue­ron des­cui­da­das las leyes hi­gié­ni­cas, tanto mo­ra­les como so­cia­les. To­ma­si­to, al que se su­po­nía en ne­ce­si­dad per­ma­nen­te de re­po­so, no debía ser es­tor­ba­do por rui­dos mo­les­to­sos, así es que la gri­te­ría y los au­lli­dos tan con­na­tu­ra­les a los ha­bi­tan­tes del cam­pa­men­to, no fue­ron per­mi­ti­dos al al­can­ce del oído de la casa de Ed­mun­do. Los hom­bres con­ver­sa­ban en voz baja o bien fu­ma­ban con gra­ve­dad india, la blas­fe­mia fue tá­ci­ta­men­te pros­cri­ta de aque­llos sa­gra­dos re­cin­tos, y en todo el cam­pa­men­to la forma ex­ple­ti­va po­pu­lar: mal­di­ta sea la suer­te o mal­di­ta la suer­te, fue desecha­da por pres­tar­se a enojo­sas in­ter­pre­ta­cio­nes. Sólo fue au­to­ri­za­da la mú­si­ca vocal por su­po­nér­se­le una cua­li­dad cal­man­te, y cier­ta can­ción en­to­na­da por Jack, ma­rino in­glés, de­ser­tor de las co­lo­nias aus­tra­lia­nas de S. M. Bri­tá­ni­ca, se hizo po­pu­lar como un canto de cuna. Se tra­ta­ba del re­la­to lú­gu­bre de las ha­za­ñas de la Are­tu­sa, navío de 74 ca­ño­nes, can­ta­do en tono menor, cuya me­lo­día ter­mi­na­ba con un es­tri­bi­llo pro­lon­ga­do al fin de cada es­tro­fa. Era de ver a Jack me­cien­do en sus bra­zos a La Suer­te con el mo­vi­mien­to de un buque y en­to­nan­do esta can­ción de sus tiem­pos de fi­de­li­dad. No sé si por el ex­tra­ño ba­lan­ceo de Jack, o por lo largo de la can­ción—con­te­nía no­ven­ta es­tro­fas, que se con­ti­nua­ban en con­cien­zu­da de­li­be­ra­ción hasta el desea­do fin,—el canto de cuna cau­sa­ba el efec­to desea­do. Al vol­ver del tra­ba­jo, los mi­ne­ros se ten­dían bajo los ár­bo­les, en el suave cre­púscu­lo de ve­rano, fu­man­do su pipa y sa­bo­rean­do las me­lo­dio­sas ca­den­cias de la com­po­si­ción. Una vaga idea de que esto era la fe­li­ci­dad de Ar­ca­dia, se in­fun­dió a todos.

—Esta es­pe­cie de cosa—decía el Chok­ney Si­mons, gra­ve­men­te apo­ya­do en su codo—es ce­les­tial.

Le re­cor­da­ba a Green­wich.

En los ca­lu­ro­sos días de ve­rano, ge­ne­ral­men­te lle­va­ban a La Suer­te al valle, donde Campo Ro­dri­go ex­plo­ta­ba el metal pre­cio­so. Allí, mien­tras los hom­bres tra­ba­ja­ban en el fondo de las minas, el pe­que­ñue­lo per­ma­ne­cía sobre una manta ex­ten­di­da sobre la verde hier­ba. La in­tui­ción ar­tís­ti­ca de los mi­ne­ros acabó por de­co­rar esta cuna con flo­res y ar­bus­tos olo­ro­sos, lle­ván­do­le cada cual, de tiem­po en tiem­po, matas de sil­ves­tre ma­dre­sel­va, aza­lea, o bien los ca­pu­llos pin­ta­dos de las ma­ri­po­sas. De allí en ade­lan­te, se des­per­tó en los mi­ne­ros la idea de la her­mo­su­ra y sig­ni­fi­ca­ción de estas ba­ga­te­las que du­ran­te tanto tiem­po ha­bían ho­lla­do con in­di­fe­ren­cia. Un frag­men­to de re­lu­cien­te mica, un trozo de cuar­zo de va­ria­do color, una pie­dra pu­li­da por la co­rrien­te del río, se em­be­lle­cie­ron a los ojos de estos va­lien­tes mi­ne­ros y fue­ron siem­pre pues­tos apar­te para La Suer­te. De esta ma­ne­ra, la mul­ti­tud de te­so­ros que die­ron los bos­ques y las mon­ta­ñas para To­ma­sín, fue in­cal­cu­la­ble. Cir­cun­da­do de ju­gue­tes tales como jamás los tuvo niño al­guno en el país de las hadas, es de es­pe­rar que To­ma­sín vi­vie­se sa­tis­fe­cho. La fe­li­ci­dad se asen­ta­ba en él, pero do­mi­na­ba una gra­ve­dad in­fan­til en todo su as­pec­to una luz con­tem­pla­ti­va en sus gri­ses y re­don­dos ojos que al­gu­na vez pu­sie­ron a Ed­mun­do en grave in­quie­tud. Era muy dócil y apa­ci­ble. Dicen que una vez, ha­bien­do ca­mi­na­do a gatas más allá de su co­rral o cer­ca­do de ramas de pino en­tre­la­za­das que ro­dea­ban su cuna, se cayó de ca­be­za por en­ci­ma del ban­qui­llo, en la tie­rra blan­da, y per­ma­ne­ció con las en­co­gi­das pier­nas al aire, por lo menos, cinco mi­nu­tos, con una gra­ve­dad y un es­toi­cis­mo ad­mi­ra­bles, le­van­tán­do­lo sin una queja. Otros mu­chos ejem­plos de su sa­ga­ci­dad sin duda se su­ce­de­rían, que des­gra­cia­da­men­te des­can­san en las re­la­cio­nes de ami­gos in­tere­sa­dos. No ca­re­cían mu­chos de cier­to tinte su­pers­ti­cio­so.

Por ejem­plo. Un día León llegó en un es­ta­do de ex­ci­ta­ción ver­da­de­ra­men­te ex­tra­or­di­na­rio.

—No hace mucho—dijo,—subí por la co­li­na, y mal­di­to sea mi pe­lle­jo, si no ha­bla­ba con una urra­ca que se ha po­sa­do sobre sus pies. Char­lan­do como dos que­ru­bi­nes, daba gozo ver­les allí tan gra­cio­sos y desen­vuel­tos.

De cual­quier ma­ne­ra que fuese, ya co­rrien­do a gatas por entre las ramas de los pinos o tum­ba­do de es­pal­das con­tem­pla­se las hojas que sobre él se me­cían, para él can­ta­ban los pá­ja­ros, brin­ca­ban las ar­di­llas y se abrían las flo­res sua­ve­men­te. La Na­tu­ra­le­za fue su no­dri­za y com­pa­ñe­ra de juego, y tan pron­to des­li­za­ba entre las hojas fle­chas do­ra­das de sol que caían al al­can­ce de su mano, como en­via­ba bri­sas para orear­le con el aroma del lau­rel y de la re­si­na, le sa­lu­da­ban los altos palos cam­pe­ches fa­mi­liar­men­te, y som­no­lien­tas zum­ba­ban las abe­jas, y los cuer­vos graz­na­ban para ador­me­cer­lo.

Así trans­cu­rrió el ve­rano, edad de oro de Campo Ro­dri­go.

Feliz tiem­po era aquél, y la Suer­te es­ta­ba con ellos. Las minas ren­dían enor­me­men­te; el cam­pa­men­to es­ta­ba ce­lo­so de sus pri­vi­le­gios y mi­ra­ba con pre­ven­ción a los fo­ras­te­ros; no se es­ti­mu­la­ba a la in­mi­gra­ción, y al efec­to de hacer más per­fec­ta su so­le­dad, com­pra­ron el te­rreno del otro lado de la mon­ta­ña que cir­cun­da­ba el cam­pa­men­to en donde hu­bie­se cua­ja­do per­fec­ta­men­te el cé­le­bre ad­ver­sus hos­tem, eter­na auc­to­ri­tas de los ro­ma­nos. Esto y una repu­tación de rara des­tre­za en el ma­ne­jo del re­vól­ver man­tu­vo in­vio­la­ble el re­cin­to del afor­tu­na­do cam­pa­men­to. El pea­tón pos­tal, único es­la­bón que los unía con el mundo cir­cun­ve­cino, con­ta­ba al­gu­nas veces ma­ra­vi­llo­sas his­to­rias de Campo Ro­dri­go, di­cien­do a me­nu­do:

—Allí arri­ba tie­nen una calle que deja muy atrás a cual­quier calle de Red-Dog; tie­nen al­re­de­dor de sus casas em­pa­rra­dos y flo­res, y se lavan dos veces al día; pero son muy duros para con los ex­tran­je­ros e ido­la­tran a una cria­tu­ra india.

La pros­pe­ri­dad del cam­pa­men­to hizo en­trar un deseo de ma­yo­res ade­lan­tos; para la pri­ma­ve­ra si­guien­te se pro­pu­so edi­fi­car una fonda e in­vi­tar a una o dos fa­mi­lias de­cen­tes para que allí re­si­die­sen, quizá para que la so­cie­dad fe­me­ni­na pu­die­se re­por­tar algún pro­ve­cho al niño. El sa­cri­fi­cio que esta con­ce­sión hecha al bello sexo costó a aque­llos hom­bres, que eran te­naz­men­te es­cép­ti­cos res­pec­to de su vir­tud y uti­li­dad ge­ne­ral, sólo puede com­pren­der­se por el en­tra­ña­ble afec­to que To­ma­sín ins­pi­ra­ba.

No faltó quien se opu­sie­ra, pero la re­so­lu­ción no se podía efec­tuar hasta el cabo de tres meses, y la misma mi­no­ría cedió, sin re­sis­ten­cia, con la es­pe­ran­za de que algo su­ce­de­ría que lo im­pi­die­se, como en efec­to su­ce­dió.

El in­vierno de 1851 se re­cor­da­rá por mucho tiem­po en toda aque­lla co­mar­ca. Una densa capa de nieve cu­bría las sie­rras: cada ria­chue­lo de la mon­ta­ña se trans­for­mó en un río y cada río en un brazo de mar: las ca­ña­das se con­vir­tie­ron en to­rren­tes des­bor­da­dos que se pre­ci­pi­ta­ron por las la­de­ras de los mon­tes, arran­can­do ár­bo­les gi­gan­tes­cos y es­par­cien­do sus arre­mo­li­na­dos des­po­jos por do­quier. Red-Dog fue inun­da­do ya por dos veces, y Campo Ro­dri­go no tar­da­ría en co­rrer la misma suer­te.

—El agua llevó el oro a estas hon­do­na­das—dijo Ed­mun­do,—una vez ha es­ta­do aquí, otra ven­drá.

Y aque­lla noche el North-Fork re­ba­só re­pen­ti­na­men­te sus ori­llas y ba­rrió el valle trian­gu­lar de Campo Ro­dri­go. En la de­vas­ta­do­ra ave­ni­da que arre­ba­ta­ba ár­bo­les que­bra­dos y ma­de­ras cru­jien­tes, y en la os­cu­ri­dad que pa­re­cía des­li­zar­se con el agua e in­va­dir poco a poco el her­mo­so valle, poco pudo ha­cer­se para re­co­ger los des­pa­rra­ma­dos des­po­jos de aque­lla in­ci­pien­te ciu­dad. Al ama­ne­cer, la ca­ba­ña de Ed­mun­do, la más cer­ca­na a la ori­lla del río, había des­a­pa­re­ci­do. En el fondo de la hon­do­na­da, en­con­tra­ron el cuer­po de su des­gra­cia­do pro­pie­ta­rio; pero el or­gu­llo, la es­pe­ran­za, la ale­gría, la Suer­te de Campo Ro­dri­go no pa­re­ció.

Em­pren­día ya el re­gre­so con co­ra­zón tris­te, cuan­do un grito lan­za­do desde la ori­lla los de­tu­vo; era una barca de so­co­rro que venía con­tra co­rrien­te. Di­je­ron que, unas dos mi­llas más abajo, ha­bían re­co­gi­do un hom­bre y una cria­tu­ra medio exá­ni­mes. Quizá al­gu­nos los co­no­ce­ría si per­te­ne­cían al cam­pa­men­to.

Una sola mi­ra­da les bastó para re­co­no­cer a León, ten­di­do y ma­gu­lla­do cruel­men­te, pero te­nien­do to­da­vía en los bra­zos a La Suer­te de Campo Ro­dri­go.

Al in­cli­nar­se sobre la pa­re­ja ex­tra­ña­men­te junta, vie­ron que la cria­tu­ra es­ta­ba fría y sin pulso.

—Está muer­to—dijo uno.

León abrió los ojos des­me­su­ra­da­men­te.

—¿Muer­to?—re­pi­tió con voz apa­ga­da.

—Sí, buen hom­bre, y tú tam­bién te estás mu­rien­do.

Y el ros­tro de León se ilu­mi­nó con una su­pre­ma son­ri­sa.

—Mu­rién­do­me—re­pi­tió,—me lleva con­si­go. Cons­te, mu­cha­chos, que me quedo con La Suer­te.

Y aque­lla viril fi­gu­ra, asien­do al débil pe­que­ñue­lo, como el que se ahoga se afe­rra en una paja, des­a­pa­re­ció en el te­ne­bro­so río que corre a abo­car­se en la in­men­si­dad del mar.