Una Noche en Wingdam

 Todo el día había co­rri­do en di­li­gen­cia y me sen­tía aton­ta­do por el tra­que­teo y mo­les­tias de tan pe­sa­do viaje. De modo que cuan­do al caer de la tarde des­cen­di­mos rá­pi­da­men­te al pue­ble­ci­to ar­ca­diano de Wing­dam, re­sol­ví no pasar ade­lan­te y salí del ca­rrua­je en un es­ta­do dis­pé­psi­co in­so­por­ta­ble. Sen­tía aún los efec­tos de un pas­tel mis­te­rio­so, con­tra­rres­ta­dos un tanto por un poco de ácido car­bó­ni­co dul­ci­fi­ca­do que con el nom­bre de «li­mo­na­da car­bó­ni­ca», me había ser­vi­do el pro­pie­ta­rio del mesón de Medio Ca­mino. No al­can­za­ron si­quie­ra a in­tere­sar­me los chis­tes del ga­lan­te ma­yo­ral que co­no­cía los nom­bres de todo el mundo en el tra­yec­to; que hacía llo­ver car­tas, pe­rió­di­cos y pa­que­tes desde lo alto de la vaca; que mos­tra­ba sus pier­nas en fre­cuen­te y te­rri­ble pro­xi­mi­dad a las rue­das, su­bien­do y ba­jan­do cuan­do íba­mos a toda ve­lo­ci­dad; cuya ga­lan­te­ría, valor y co­no­ci­mien­tos su­pe­rio­res en el viaje nos ad­mi­ra­ban a todos los via­je­ros, re­du­cién­do­nos a un si­len­cio en­vi­dio­so, y que ca­bal­men­te en­ton­ces es­ta­ba ha­blan­do con va­rias per­so­nas con vi­si­ble in­te­rés y en­tu­sias­mo. Que­de­me som­bria­men­te de pie con mi manta y saco de viaje bajo el brazo, con­tem­plan­do la di­li­gen­cia en mar­cha, y eché una mi­ra­da de des­pe­di­da al ga­lan­te con­duc­tor, que, col­ga­do del im­pe­rial por una pier­na, en­cen­día su ci­ga­rro en la pipa de un pos­ti­llón que co­rría. Des­pués, me volví hacia el apa­ci­ble hotel de la Tem­plan­za, en Wing­dam.

No sé si por causa del tiem­po o por causa del pas­tel, la fa­cha­da no me hizo una im­pre­sión muy fa­vo­ra­ble. Quizá era por­que el ró­tu­lo, ex­ten­di­do a lo largo de todo el edi­fi­cio, con le­tras di­bu­ja­das en cada ven­ta­na, hacía re­sal­tar de mala ma­ne­ra a aque­llos que mi­ra­ban por ellas, o quizá por­que la pa­la­bra tem­plan­za siem­pre ha des­per­ta­do en mí la idea de biz­co­chos flo­jos y cho­co­la­te de poca con­sis­ten­cia. A la ver­dad, la casa no con­vi­da­ba. Po­día­se­le haber lla­ma­do fonda de la abs­ti­nen­cia, según era la falta de todo lo ne­ce­sa­rio para de­lei­tar o cau­ti­var al pa­sa­je­ro. Pre­si­dió, sin duda, a su cons­truc­ción cier­ta tris­te­za ar­tís­ti­ca. De ex­ce­si­vas di­men­sio­nes para el cam­pa­men­to y des­tar­ta­la­da no pro­du­cía la más re­mo­ta idea de con­fort. Tenía, ade­más, una rús­ti­ca con­di­ción: sen­tía­se en ella la hu­me­dad del bos­que y el olor del pino. La na­tu­ra­le­za vio­len­ta­da, pero no so­me­ti­da del todo, re­to­ña­ba en la­gri­mi­llas re­si­no­sas por puer­tas y ven­ta­nas. No sé por qué me pa­re­ció que ins­ta­lar­se allí, debía ase­me­jar­se a pasar un día de campo per­pe­tuo. Al hacer mi en­tra­da en el hotel, los ha­bi­tua­les hués­pe­des de la casa sa­lían de un pro­fun­do co­me­dor y se es­for­za­ban en qui­tar­se por la apli­ca­ción del ta­ba­co en va­rias for­mas, el sabor de­tes­ta­ble de la cena re­cién in­ge­ri­da. Al­gu­nos se co­lo­ca­ron in­me­dia­ta­men­te en torno de la chi­me­nea, con las pier­nas sobre las si­llas, y en aque­lla pos­tu­ra se re­sig­na­ron si­len­cio­sa­men­te a la labor ím­pro­ba de una pe­sa­da di­ges­tión.

En aten­ción a mi es­ta­do gás­tri­co, no acep­té la in­vi­ta­ción que para cenar me hizo el po­sa­de­ro, pero me dejé con­du­cir al salón. Era el tal po­sa­de­ro un mag­ní­fi­co tipo bar­bu­do del hom­bre ani­mal. Pasó por mi ima­gi­na­ción un per­so­na­je dra­má­ti­co. Con la vista fija en el chis­po­rro­tean­te fuego, pen­sa­ba para mis aden­tros cuál po­dría ser, es­for­zán­do­me en se­guir el hilo de mis me­mo­rias hacia el re­vuel­to pa­sa­do, cuan­do una mu­jer­ci­ta de tí­mi­do as­pec­to apa­re­ció en la puer­ta, y apo­yán­do­se pe­sa­da­men­te con­tra el marco, dijo con voz débil.

—¡Ma­ri­do!

Al vol­ver­se el po­sa­de­ro hacia ella, el sin­gu­lar re­cuer­do dra­má­ti­co cen­te­lleó cla­ra­men­te ante mí en un par de ver­sos:

Dos almas con un solo pen­sa­mien­to

y pal­pi­tan­do acor­de el co­ra­zón…

Se tra­ta­ba de In­go­mar y Par­te­nia, su mujer. Ni más ni menos.

In mente di en se­gui­da al drama un desa­rro­llo di­fe­ren­te:

In­go­mar se había traí­do a Par­te­nia a la mon­ta­ña, donde tenía un hotel a be­ne­fi­cio de los alle­ma­ni que acu­dían allí en nú­me­ro no es­ca­so.

Par­te­nia iba bas­tan­te can­sa­da y desem­pe­ña­ba el tra­ba­jo sin cria­dos de nin­gún gé­ne­ro. Tenía dos bár­ba­ros, pe­que­ños aún, un niño y una niña; es­ta­ba ajada, pero con­ser­va­ba aún sus tra­zos be­llos.

Per­ma­ne­cí sen­ta­do, ha­blan­do con In­go­mar, que pa­re­cía en­con­trar­se en su cen­tro. Con­to­me va­rias anéc­do­tas de los alle­ma­ni, que ex­ha­la­ban todas un fuer­te aroma del de­sier­to, y sobre todo guar­da­ban cabal ar­mo­nía con la si­nies­tra casa: habló de cómo In­go­mar había muer­to al­gu­nos osos te­rri­bles, cuyas pie­les cu­brían su cama; de cómo ca­za­ba gamos, de cuya piel her­mo­sa­men­te ador­na­da y bor­da­da por su es­po­sa, se ves­tía; de cómo había muer­to a va­rios in­dios y de cómo él mismo es­tu­vo una vez a punto de se­guir la misma suer­te. Esto, ex­pli­ca­do con el in­ge­nuo can­dor que tan bien sien­ta en un bár­ba­ro, pero que un grie­go hu­bie­se con­si­de­ra­do de sabor poco ático.

Re­cor­dan­do a la fa­ti­ga­da Par­te­nia, co­men­cé a con­si­de­rar que otra hu­bie­se sido su suer­te, de ca­sar­se con el an­ti­guo grie­go del drama; al menos ha­bría ves­ti­do siem­pre de­cen­te y sin aquel traje de lana prin­ga­do por las co­mi­das de un año en­te­ro y las gra­sas de co­ci­na, no se hu­bie­se visto obli­ga­da a ser­vir la mesa con el ca­be­llo sin pei­nar, ni se hu­bie­ran col­ga­do de sus ves­ti­dos los dos niños con los dedos su­cios, arras­trán­do­la in­cons­cien­te­men­te a la se­pul­tu­ra.

Estas poco op­ti­mis­tas ca­vi­la­cio­nes las su­pu­se in­du­ci­das por el pas­tel que to­da­vía tenía en el es­tó­ma­go, de ma­ne­ra que me le­van­té y dije a In­go­mar que me mos­tra­ra la ha­bi­ta­ción, pues que­ría acos­tar­me.

Si­guien­do al te­rri­ble bár­ba­ro, que blan­día una vela de sebo en­cen­di­da, subí por la es­ca­le­ra arri­ba, hacia mi cuar­to. Hí­zo­me notar que era el único que tenía con una sola cama, y que lo había cons­trui­do para los ma­tri­mo­nios que pu­die­sen hacer alto allí; pero que no ha­bién­do­se pre­sen­ta­do aún oca­sión, lo había de­ja­do a medio amue­blar. Una de las pa­re­des es­ta­ba ta­pi­za­da y la otra tenía gran­des grie­tas. El vien­to que so­pla­ba cons­tan­te­men­te sobre Wing­dam, pe­ne­tra­ba en el apo­sen­to por di­fe­ren­tes aber­tu­ras; la ven­ta­na era so­bra­do pe­que­ña para su rom­pi­mien­to, donde col­ga­ba dando ex­tra­ños chi­rri­dos. Pa­re­cía­me todo re­pug­nan­te y desasea­do. Antes de re­ti­rar­se In­go­mar me trajo una de las pie­les de oso, y echán­do­la sobre una es­pe­cie de ataúd que es­ta­ba en un rin­cón, ase­gu­ró que me abri­ga­ría có­mo­da­men­te y se des­pi­dió, deseán­do­me un feliz sueño.

Me es­ta­ba to­da­vía des­nu­dan­do, cuan­do la luz se apagó a la mitad de esta ope­ra­ción; me acu­rru­qué bajo la piel de oso y traté de aco­mo­dar­me lo mejor po­si­ble para con­ci­liar pron­to el sueño. Sin em­bar­go, es­ta­ba des­ve­la­do. Oí el vien­to que ba­rría de arri­ba abajo la mon­ta­ña, agi­ta­ba las ramas de los me­lan­có­li­cos pinos, en­tra­ba luego en la casa y for­ce­jea­ba en todas las puer­tas y ven­ta­nas del edi­fi­cio. Fuer­tes co­rrien­tes de aire es­pa­rra­ma­ban a me­nu­do mi ca­be­llo sobre la al­moha­da con ex­tra­ños au­lli­dos. La ma­de­ra verde de las pa­re­des des­pe­día hu­me­dad, que pe­ne­tra­ba aún al tra­vés de la piel de plan­tí­gra­do que me ha­bían en­tre­ga­do. Me sentí como Ro­bin­son Cru­soe en su árbol, des­pués de re­ti­rar la es­ca­le­ra, o bien como el niño a quien se mece en la cuna. Al cabo de media hora de in­som­nio, sentí ha­ber­me pa­ra­do en Wing­dam. Des­pués del ter­cer cuar­to de hora me arre­pen­tí de ha­ber­me acos­ta­do, y al cabo de una hora de in­quie­tud, me le­van­té dis­pues­to a ves­tir­me. Ani­mo­me la creen­cia de que había visto lum­bre en la sala común, y que tal vez es­ta­ba ar­dien­do to­da­vía. Salí fuera de mi ha­bi­ta­ción y seguí a tien­tas el co­rre­dor que re­so­na­ba con los ron­qui­dos de los alle­ma­ni y con el sil­bi­do del vien­to im­pla­ca­ble. Me des­li­cé es­ca­le­ras abajo, y por fin, en­tran­do en la sala, vi que ardía aún el fuego. Acer­qué una silla, lo re­mo­ví con el pie y me quedé sor­pren­di­do de ver a Par­te­nia sen­ta­da allí tam­bién, con una cria­tu­ra de de­ma­cra­do ros­tro en el re­ga­zo.

Dí­je­le si no sería in­dis­cre­ción pre­gun­tar­la por qué es­ta­ba le­van­ta­da to­da­vía.

No se acos­ta­ba los miér­co­les hasta la lle­ga­da del co­rreo, para lla­mar a su ma­ri­do si había pa­sa­je­ros a quie­nes aten­der.

¿No se can­sa­ba?

A veces, pero Abner (el nom­bre del bár­ba­ro) le había pro­me­ti­do darle quien le ayu­da­se, a la pri­ma­ve­ra si­guien­te, si el ne­go­cio pros­pe­ra­se.

¿Cuán­tos hués­pe­des te­nían?

Cal­cu­la­ba que acu­di­rían unos cua­ren­ta a las co­mi­das de hora fija y había pa­rro­quia de tran­seún­tes, que eran tan­tos, que ella y su ma­ri­do po­dían ser­vir­los, pero él tra­ba­ja­ba tam­bién.

¿Qué tra­ba­jo?

¡Oh! des­car­gar leña, lle­var los equi­pa­jes de los pa­sa­je­ros…

¿Hacía mucho tiem­po que es­ta­ba ca­sa­da?

Unos nueve años; había per­di­do una niña y un niño y tenía otros tres. Él era de Illi­nois; ella de Bos­ton. Había sido edu­ca­da en la es­cue­la su­pe­rior de niñas de Bos­ton; sabía un poco de latín y grie­go y ma­te­má­ti­cas. Cuan­do mu­rie­ron sus pa­dres vino sola al Illi­nois para poner es­cue­la; lo vio; se ca­sa­ron… un ca­sa­mien­to por amor… (Dos almas… etc.) Emi­gra­ron des­pués al Ar­kan­sas; desde allí, a tra­vés de las lla­nu­ras, hasta Ca­li­for­nia, siem­pre a ori­llas de la ci­vi­li­za­ción.

¿Desea­ba quizá al­gu­na vez vol­ver a su casa?

No le hu­bie­ra des­agra­da­do por mo­ti­vo de sus niños, pues hu­bie­se que­ri­do dar­les al­gu­na edu­ca­ción. Ella les había en­se­ña­do algo, pero no mucho a causa de la ex­ce­si­va ocu­pa­ción. Es­ta­ba con­ven­ci­da que el hijo sería, como su padre, fuer­te y ale­gre: temía que la niña se pa­re­cie­se más bien a ella. Mu­chas veces había pen­sa­do que no es­ta­ba edu­ca­da para ser la mujer de un fon­dis­ta.

¿Por qué?

Sus fuer­zas no eran mu­chas y había visto mu­je­res de los ami­gos de su ma­ri­do, en el Kan­sas, que po­dían hacer más tra­ba­jo; pero él no se que­ja­ba: ¡era tan bueno! (Dos almas… etc.)

Con­tem­ple­la a la luz del hogar, cuyos re­fle­jos ju­gue­tea­ban en sus fac­cio­nes aja­das y mar­chi­tas, pero finas y de­li­ca­das aún. Re­cli­na­da la ca­be­za y en ac­ti­tud pen­sa­ti­va, tenía en los can­sa­dos bra­zos al niño clo­ró­ti­co y medio des­nu­do; a pesar del aban­dono, de la su­cie­dad y de sus ha­ra­pos, con­ser­va­ba un resto de pa­sa­da dis­tin­ción y no es de ex­tra­ñar que no me sin­tie­ra yo en­tu­sias­ma­do por lo que ella lla­ma­ba la «bon­dad» de su ma­ri­do.

Alen­ta­da por mi sin­ce­ra cu­rio­si­dad, me dijo que poco a poco había aban­do­na­do lo que ima­gi­na­ba ser de­bi­li­da­des de su pri­me­ra edu­ca­ción, pero no­ta­ba que per­día sus ya es­ca­sas fuer­zas en esta nueva si­tua­ción. Al pasar de la ciu­dad a los bos­ques, se vio odia­da por las mu­je­res, que la ta­cha­ban de so­ber­bia y pre­sun­tuo­sa; todo esto en­gen­dró la im­po­pu­la­ri­dad de su ma­ri­do entre los com­pa­ñe­ros, y arras­tra­do en parte por sus ins­tin­tos aven­tu­re­ros y en parte por las cir­cuns­tan­cias, la llevó a otras tie­rras.

Con­ti­nuó la na­rra­ción de la tris­te odi­sea. En su me­mo­ria no que­da­ba otro re­cuer­do del ca­mino re­co­rri­do que un de­sier­to in­men­so y de­sola­do, en cuya uni­for­me lla­nu­ra se le­van­ta­ba un pe­que­ño mon­tón de pie­dras, la tumba de su hijo. Hacía tiem­po, ob­ser­va­ba que Gui­ller­mi­to en­fla­que­cía y lo hizo notar a Abner, pero los hom­bres no en­tien­den de cria­tu­ras, y, ade­más, es­ta­ba fas­ti­dia­do por un viaje con tanta gente y en tales con­di­cio­nes.

Acae­ció que des­pués de pasar Sweet­wa­ter, iba ella ca­mi­nan­do una noche al lado del ca­rrua­je y mi­ran­do el cen­te­llear de las es­tre­llas, cuan­do oyó una vo­ce­ci­ta que decía:—¡Madre!—Co­rrió hacia el in­te­rior del ca­rro­ma­to y vio que Gui­ller­mi­to dor­mía des­can­sa­da­men­te y no quiso des­per­tar­lo; un mo­men­to des­pués oyó la misma apa­ga­da voz que re­pe­tía:—¡Madre!—vol­vió al ca­rrua­je, se in­cli­nó sobre el pe­que­ñue­lo y re­ci­bió su alien­to en la cara, y otra vez lo arro­pó como pudo y vol­vió a em­pren­der la mar­cha a su lado, pi­dien­do a Dios que lo cu­ra­se, y con los ojos le­van­ta­dos al cielo, oyó la misma voz, ya exá­ni­me, que por ter­ce­ra vez la lla­ma­ba:—¡Madre!—y en se­gui­da una gran­de y bri­llan­te es­tre­lla cruzó el es­pa­cio, apar­tán­do­se de sus her­ma­nas, y se apagó, y pre­sin­tió lo que había su­ce­di­do y co­rrió al ca­rro­ma­to otra vez, tan sólo para es­tre­char sobre su do­lo­ri­do co­ra­zón una ca­ri­ta des­en­ca­ja­da y fría como el már­mol. Al lle­gar aquí, llevó a los ojos sus manos del­ga­das y en­ro­je­ci­das y por al­gu­nos mo­men­tos per­ma­ne­ció en si­len­cio. Una rá­fa­ga de vien­to sopló con furia en torno de la casa y dio una em­bes­ti­da vio­len­ta con­tra la puer­ta de en­tra­da, mien­tras que In­go­mar, el bár­ba­ro, en su lecho de pie­les de la tras­tien­da, ron­ca­ba con pla­ci­dez bea­tí­fi­ca.

Na­tu­ral­men­te que en el valor y fuer­za de su ma­ri­do ha­bría en­con­tra­do siem­pre una pro­tec­ción con­tra las agre­sio­nes y los ul­tra­jes de todo gé­ne­ro.

¡Eso había que de­cir­lo bien claro! Cuan­do In­go­mar es­ta­ba con ella, no temía nada; pero era muy ner­vio­sa, y un día le die­ron un susto re­gu­lar.

¿Cómo?

Era en los pri­me­ros tiem­pos de su es­tan­cia en Ca­li­for­nia. Ha­bían es­ta­ble­ci­do una casa de be­bi­das y ven­dían li­co­res y re­fres­cos a los pa­san­tes. Abner era hos­pi­ta­la­rio, y bebía con todo el mundo por el ali­cien­te de la po­pu­la­ri­dad y del ne­go­cio; a In­go­mar co­men­zó a gus­tar­le el licor y acabó por to­mar­le ex­ce­si­va afi­ción. Una noche en que había mucha gente y ruido en la can­ti­na, ella entró para sa­car­le de allí, pero úni­ca­men­te logró des­per­tar la gro­se­ra ga­lan­te­ría de los al­bo­ro­ta­do­res se­mi­bo­rra­chos, y cuan­do, por fin, con­si­guió ya lle­vár­se­lo a su ha­bi­ta­ción con sus es­pan­ta­dos hijos, él se dejó caer sobre la cama como ale­tar­ga­do, lo que le hizo creer que el licor tenía algún nar­có­ti­co. Y per­ma­ne­ció sen­ta­da a su lado du­ran­te toda la noche, sin pegar los ojos. A la ma­dru­ga­da oyó pi­sa­das en el co­rre­dor, y mi­ran­do hacia la puer­ta vio que le­van­ta­ban si­gi­lo­sa­men­te el pes­ti­llo, como si in­ten­ta­ran abrir la puer­ta; sa­cu­dió a su ma­ri­do para des­per­tar­lo, pero en vano; fi­nal­men­te, la puer­ta cedió poco a poco por arri­ba (por abajo tenía co­rri­do el ce­rro­jo) como a un em­pu­je ex­te­rior gra­dual, y una mano se in­tro­du­jo por la hen­di­du­ra. Mo­vi­da por un ex­tra­ño im­pul­so, se le­van­tó como un re­lám­pa­go, cla­van­do aque­lla mano con­tra la puer­ta con sus ti­je­ras (su única arma), pero la punta se rom­pió y el in­tru­so es­ca­pó lan­zan­do una te­rri­ble mal­di­ción. Jamás habló de ello a su ma­ri­do, por temor de que ma­ta­ra a al­guien; pero un día llegó a la po­sa­da un ex­tran­je­ro, y al ser­vir­le el café, le vio en el re­ver­so de la mano una ex­tra­ña ci­ca­triz.

Con­ti­nua­mos ha­blan­do un buen rato; el vien­to so­pla­ba to­da­vía, e In­go­mar ron­ca­ba en su lecho de pie­les, cuan­do re­so­na­ron en la calle rue­das y he­rra­du­ras y el re­lin­che de ca­ba­llos.

Era la di­li­gen­cia del co­rreo. Par­te­nia co­rrió a des­per­tar a In­go­mar, y casi si­mul­tá­nea­men­te el ga­lan­te con­duc­tor se apa­re­ció ante mí, lla­mán­do­me por mi nom­bre y con­vi­dán­do­me a beber de una mis­te­rio­sa bo­te­lla que lle­va­ba. Abre­va­ron rá­pi­da­men­te los ca­ba­llos, ter­mi­nó su faena el con­duc­tor y, des­pi­dién­do­me de Par­te­nia, ocupé mi sitio en la di­li­gen­cia. Quedé en se­gui­da pro­fun­da­men­te dor­mi­do para soñar que vi­si­ta­ba a Par­te­nia e In­go­mar, y que era aga­sa­ja­do con pas­tel a dis­cre­ción, hasta que a la ma­ña­na si­guien­te me des­per­té en Sa­cra­men­to. No po­dría ase­gu­rar si todo esto fue un sueño, pero jamás pre­sen­cio el drama ni oigo la noble frase re­fe­ren­te a Dos almas… sin pen­sar en los hos­te­le­ros de Wing­dam.