El Socio de Tennessee

Jamás co­no­ci­mos su nom­bre ver­da­de­ro, y por cier­to que el ig­no­rar­lo no causó nunca en nues­tra so­cie­dad el menor dis­gus­to, pues­to que en 1854 la mayor parte de la gente de Sandy-Bar se bau­ti­zó nue­va­men­te.

Con fre­cuen­cia, los apo­dos se de­ri­va­ban de al­gu­na ex­tra­va­gan­cia en el traje, como en el caso de Dun­ga­ree-Ja­ck, o bien de al­gu­na sin­gu­la­ri­dad en las cos­tum­bres, como en el de Sa­le­ra­tus-Bill, así nom­bra­do por la enor­me can­ti­dad de aquel cu­li­na­rio in­gre­dien­te que echa­ba en su pan co­ti­diano, o bien de algún des­gra­cia­do lap­sus, como su­ce­dió al Pi­ra­ta de hie­rro, hom­bre apa­ci­ble e inofen­si­vo, que ob­tu­vo aquel lú­gu­bre tí­tu­lo por su fatal pro­nun­cia­ción del tér­mino pi­ri­ta de hie­rro. Tal vez haya sido esto prin­ci­pio de una tosca he­rál­di­ca; pero me in­clino a pen­sar que, como en aque­llos días el ver­da­de­ro nom­bre de un in­di­vi­duo des­can­sa­ba úni­ca­men­te en su de­lez­na­ble pa­la­bra, nadie hacía de ello el más leve caso.

—¿Te lla­mas Clif­ford, no es ver­dad?—dijo Bos­ton, di­ri­gién­do­se con so­be­rano des­pre­cio a un tí­mi­do re­cién lle­ga­do al cam­pa­men­to.—El in­fierno está em­pe­dra­do de tales Clif­fords.

Y acto con­ti­nuo pre­sen­tó al des­gra­cia­do, cuyo nom­bre por ca­sua­li­dad era real­men­te Clif­ford, como el Pa­pa­ga­yo Car­los, re­pen­ti­na y pro­fa­na ins­pi­ra­ción que pesó sobre él para siem­pre.

Vol­va­mos ahora al socio de Ten­nes­see, a quien siem­pre co­no­ci­mos por este tí­tu­lo re­la­ti­vo, aun­que más tarde su­pi­mos que exis­tió como una in­di­vi­dua­li­dad dis­tin­ta y se­pa­ra­da. Según in­for­mes, pa­re­ce que en 1853 se mar­chó de Po­ker-Flat para San Fran­cis­co, con el pro­pó­si­to ma­ni­fies­to de bus­car mujer, aun­que no pasó más allá de Sto­ck­town.

Una vez allí, se sin­tió atraí­do por una joven que ser­vía a la mesa en la fonda en que había to­ma­do ha­bi­ta­ción. Un día le dijo algo que la hizo son­reír no des­fa­vo­ra­ble­men­te, y rom­per con al­gu­na co­que­te­ría un plato de pan tos­ta­do con­tra la seria y sen­ci­lla cara, que se le di­ri­gía, re­tro­ce­dien­do luego a la co­ci­na. Si­guio­la, y pocos mo­men­tos des­pués re­gre­só cu­bier­to por más pan tos­ta­do, pero vic­to­rio­so. Al cabo de ocho días se ca­sa­ron ante un juez de paz y vol­vie­ron a Po­ker-Flat.

Con­fie­so que se po­dría sacar más par­ti­do de este epi­so­dio, pero pre­fie­ro na­rrar­lo tal como co­rría por las ca­ña­das y ta­ber­nas de Sandy-Bar, donde todo sen­ti­mien­to se mo­di­fi­ca­ba por un subido bar­niz hu­mo­ris­ta. Poco se supo de su fe­li­ci­dad ma­tri­mo­nial hasta que Ten­nes­see, que vivía en­ton­ces con su socio, tuvo un día oca­sión de decir por cuen­ta pro­pia algo a la novia, que «la hizo son­reír no des­fa­vo­ra­ble­men­te», re­ti­rán­do­se ésta hacia Ma­ris­vi­lla, a donde la si­guió Ten­nes­see y donde pu­sie­ron casa, sin re­que­rir la ayuda de nin­gún fun­cio­na­rio ju­di­cial. El socio de Ten­nes­see so­bre­lle­vó sen­ci­lla y pa­cien­te­men­te, según su cos­tum­bre, la pér­di­da de su mujer; pero la sor­pre­sa de todo el mundo fue cuan­do, al vol­ver un día Ten­nes­see de Ma­ris­vi­lla sin la mujer de su socio, por­que ella, si­guien­do su cos­tum­bre, se había son­reí­do y mar­cha­do con otro, el socio de Ten­nes­see fue el pri­me­ro en es­tre­char­le la mano y darle afec­tuo­sa­men­te los bue­nos días. Claro que los mu­cha­chos que se ha­bían reuni­do en la ca­ña­da para pre­sen­ciar el ti­ro­teo se in­dig­na­ron, y su in­dig­na­ción se hu­bie­ra ma­ni­fes­ta­do por medio del sar­cas­mo, a no ser una cier­ta mi­ra­da en los ojos del socio de Ten­nes­see, que in­di­ca­ban una ac­ti­tud muy poco fa­vo­ra­ble al hol­go­rio. En re­su­men, era un hom­bre grave, en quien do­mi­na­ba el de­ta­lle prác­ti­co de ser des­agra­da­ble en un caso de di­fi­cul­tad.

Mien­tras tanto, el sen­ti­mien­to pú­bli­co del Bar con­tra Ten­nes­see se pro­nun­cia­ba cre­cien­do cada vez más. Se le co­no­cía por ju­ga­dor y sos­pe­cho­so de la­drón, y estas sos­pe­chas al­can­za­ban igual­men­te a su socio; la con­ti­nua in­ti­mi­dad con Ten­nes­see des­pués del ci­ta­do asun­to, sólo podía ex­pli­car­se por la hi­pó­te­sis de la com­pli­ci­dad. Por úl­ti­mo, la culpa de Ten­nes­see se hizo pa­ten­te: un día al­can­zó a un fo­ras­te­ro en el ca­mino de Red-Dog; éste contó des­pués que Ten­nes­see lo acom­pa­ñó dis­tra­yén­do­lo con in­tere­san­tes anéc­do­tas y re­cuer­dos, pero que con poca ló­gi­ca ter­mi­nó la en­tre­vis­ta con la si­guien­te aren­ga:

—Per­mí­ta­me, joven, que le mo­les­te pi­dién­do­le su cu­chi­llo, sus pis­to­las y su di­ne­ro. Digo esto, por­que en Red-Dog estas armas y el di­ne­ro que lleva con­si­go po­drían ser una ten­ta­ción para los mal in­ten­cio­na­dos. Me pa­re­ce que tengo ya sus señas en San Fran­cis­co, y haré lo po­si­ble por vi­si­tar­le.

Aquí po­de­mos decir de paso que Ten­nes­see po­seía una ver­bo­si­dad hu­mo­rís­ti­ca, que nin­gu­na preo­cu­pa­ción co­mer­cial podía do­mi­nar en ab­so­lu­to.

Tal su­ce­so fue su úl­ti­ma ha­za­ña. Tanto en Red-Dog como en Sandy-Bar, se hizo causa común con­tra el ban­do­le­ro, y Ten­nes­see fue ca­za­do en la tram­pa que se le había pre­pa­ra­do. De­mos­tró su au­da­cia cuan­do en el salón de las Ar­ca­das se lanzó de­ses­pe­ra­do al tra­vés del Bar, des­car­gan­do su re­vól­ver con­tra la mu­che­dum­bre, lle­gan­do así hasta el Cañón del Oso; pero al ex­tre­mo de éste fue de­te­ni­do por un hom­bre pe­que­ño mon­ta­do en un pe­que­ño ca­ba­llo. Mi­rá­ron­se un mo­men­to en si­len­cio. Los dos hom­bres eran in­tré­pi­dos; ambos de san­gre fría e in­de­pen­dien­tes, y ambos tipos de una ci­vi­li­za­ción que en el siglo xvii hu­bie­ra sido lla­ma­da he­roi­ca, y en el siglo xix sólo des­preo­cu­pa­da.

—¿Qué lle­vas? mues­tra el juego—dijo Ten­nes­see con tran­qui­li­dad.

—Dos triun­fos y un as—con­tes­tó el fo­ras­te­ro con la misma san­gre fría, en­se­ñan­do dos re­vól­ve­res y un cu­chi­llo.

—Paso—re­pu­so Ten­nes­see.

Y con este epi­gra­ma de ju­ga­dor, tiró su inú­til pis­to­la y re­tro­ce­dió junto con su aprehen­sor.

Hacía una noche ca­lu­ro­sa por demás. El fres­co vien­te­ci­llo que de or­di­na­rio, al po­ner­se el sol, des­cen­día por la em­pi­na­da mon­ta­ña de cha­pa­rros, fue aque­lla noche ne­ga­do a Sandy-Bar. La es­tre­cha ca­ña­da so­fo­ca­ba con sus cá­li­dos y re­si­no­sos olo­res, y la ma­de­ra po­dri­da en el Bar des­pe­día ex­ha­la­cio­nes fé­ti­das. La­tían aún en el cam­pa­men­to la ex­ci­ta­ción del día y el her­vor de las pa­sio­nes. Agi­tá­ban­se las luces sin des­can­so en ambos lados del río, y ni un solo re­fle­jo de la os­cu­ra co­rrien­te les con­tes­ta­ba. De­trás de la negra si­lue­ta de los pinos, los bal­co­nes del viejo des­ván del co­rreo se des­ta­ca­ban bri­llan­te­men­te ilu­mi­na­dos, y al tra­vés de sus ven­ta­nas, sin cor­ti­nas, los de­socu­pa­dos po­dían ver desde abajo las som­bras de los que en aquel mo­men­to de­ci­dían de la suer­te de Ten­nes­see, y por en­ci­ma de todo esto, des­ta­cán­do­se sobre el os­cu­ro fir­ma­men­to, se al­za­ba ma­jes­tuo­sa la le­ja­na sie­rra, co­ro­na­da de un in­men­so y es­tre­lla­do fir­ma­men­to.

El pro­ce­di­mien­to con­tra Ten­nes­see se llevó tan leal­men­te como era de es­pe­rar de un juez y de un ju­ra­do que se sen­tían hasta cier­to punto obli­ga­dos a jus­ti­fi­car en su ve­re­dic­to las irre­gu­la­ri­da­des del arres­to y pri­me­ras di­li­gen­cias. La ley de Sandy-Bar era im­pla­ca­ble, pero no se ins­pi­ra­ba en la ven­gan­za. Por otra parte, la ex­ci­ta­ción y el re­sen­ti­mien­to per­so­nal que mo­ti­va­ron se­me­jan­te caza, se ha­bían ter­mi­na­do. Una vez se­gu­ro el cri­mi­nal en sus manos, es­ta­ban dis­pues­tos a es­cu­char im­pa­si­bles la de­fen­sa, con­ven­ci­dos de que ya sería in­su­fi­cien­te, y no te­nien­do en su in­te­rior duda al­gu­na, que­rían con­ce­der al preso el de­re­cho más lato que po­si­ble fuese. Par­tien­do de la hi­pó­te­sis de que debía ser ahor­ca­do en vir­tud de prin­ci­pios ge­ne­ra­les, lo fa­vo­re­cían per­mi­tién­do­le más am­plio de­re­cho del que su des­preo­cu­pa­da osa­día re­cla­ma­ba. El re­pre­sen­tan­te de la jus­ti­cia pa­re­cía más in­quie­to que el mismo preso, quien in­di­fe­ren­te para los demás, afec­ta­ba al pa­re­cer una lú­gu­bre sa­tis­fac­ción en el con­flic­to a que había dado lugar.

—No tomo carta al­gu­na en este juego—era la con­tes­ta­ción in­va­ria­ble, aun­que hu­mo­rís­ti­ca, que daba siem­pre a quien le pre­gun­ta­ba.

El juez, que era al pro­pio tiem­po su aprehen­sor, se arre­pin­tió va­ga­men­te de no ha­ber­le des­ce­rra­ja­do un tiro aque­lla ma­ña­na; pero pron­to desechó esta fla­que­za vul­gar como in­dig­na de un numen fo­ren­se. No obs­tan­te, cuan­do sonó un golpe a la puer­ta y se dijo que el socio de Ten­nes­see es­ta­ba allí para de­fen­der al pri­sio­ne­ro, fue ad­mi­ti­do en se­gui­da sin el menor in­te­rro­ga­to­rio; acaso los miem­bros más jó­ve­nes del ju­ra­do, para quie­nes los su­ce­sos se pres­ta­ban a gra­ves re­fle­xio­nes, lo sa­lu­da­ban como un po­de­ro­so au­xi­lio. Hay que con­fe­sar que no era en rigor de ver­dad una fi­gu­ra im­po­nen­te: bajo y re­gor­de­te, con la cara cua­dra­da, tos­ta­do por el sol hasta un color casi so­bre­na­tu­ral, vis­tien­do una ancha cha­que­ta y pan­ta­lo­nes lis­ta­dos y man­cha­do por barro ro­ji­zo, en cual­quier cir­cuns­tan­cia su as­pec­to hu­bie­ra sido ex­tra­ño y ri­si­ble, pero en la pre­sen­te era hasta ri­dícu­lo. Al hacer la ac­ción de in­cli­nar­se para dejar a sus pies un pe­sa­do saco de noche que lle­va­ba, echo­se de ver, por las inusi­ta­das ins­crip­cio­nes que puso de ma­ni­fies­to, que la tela con que es­ta­ban re­men­da­dos sus pan­ta­lo­nes, fue des­ti­na­da en su ori­gen a un en­vol­to­rio más hu­mil­de. Des­pués de haber es­tre­cha­do con afec­ta­da cor­dia­li­dad la mano de cuan­tos es­ta­ban en el salón, en­ju­gó su seria y per­ple­ja cara con un pa­ñue­lo rojo de seda menos os­cu­ro que su tez, apoyó su ro­bus­ta mano sobre la mesa, y se di­ri­gió al ju­ra­do con suma gra­ve­dad, di­cien­do:

—Pa­sa­ba por aquí, y se me ocu­rrió en­trar a ver cómo se­guía el asun­to de ese Ten­nes­see, mi socio y com­pa­ñe­ro. ¡Uf, que noche más so­fo­can­te! No re­cuer­do un tiem­po pa­re­ci­do desde mi ve­ni­da a estas re­gio­nes.

Hizo una pe­que­ña pausa, pero como a nadie se le ocu­rrió im­pug­nar esta ob­ser­va­ción me­te­reo­ló­gi­ca, acu­dió se­gun­da vez al re­cur­so de su pa­ñue­lo, y por al­gu­nos mo­men­tos se en­ju­gó con di­li­gen­cia la fren­te.

—¿Tiene usted algo que decir en favor del preso?—pre­gun­tó por fin el juez.

—A eso voy&‐dijo el socio de Ten­nes­see;—vengo aquí como su socio, pues lo trato desde hace cua­tro años, en la co­mi­da y be­bi­da, en el mal y en el bien, en la for­tu­na y en la des­gra­cia. Sus ca­mi­nos no son siem­pre los míos; pero no hay en ese joven cua­li­dad, no ha hecho ca­la­ve­ra­da que yo no co­noz­ca. Si ahora me dice, me pre­gun­ta usted con­fi­den­cial­men­te de hom­bre a hom­bre, sí sé algo en su favor, yo le digo, le digo con­fi­den­cial­men­te, de hom­bre a hom­bre: ¿qué quie­re que uno sepa de su amigo?

—¡Vamos! ¿Es eso todo cuan­to tiene que decir?—in­te­rrum­pió el juez im­pa­cien­te, pre­vien­do tal vez que una pe­li­gro­sa sim­pa­tía hu­mo­rís­ti­ca ven­dría a hu­ma­ni­zar su fla­man­te tri­bu­nal.

—A eso, a eso voy—con­ti­nuó el socio de Ten­nes­see.—No seré yo quien diga algo con­tra él. Vea­mos, pues, el caso. Fi­gu­rar­se que a Ten­nes­see le hace falta di­ne­ro, que le hace mucha falta di­ne­ro, y no le gusta pe­dir­lo a su viejo socio. Está bien, ¿pues qué es lo que hace Ten­nes­see? Echa el an­zue­lo a un fo­ras­te­ro y pesca al fo­ras­te­ro. Y us­te­des le echan el an­zue­lo y lo pes­can a él. ¡Tan­tos a tan­tos de triun­fos! Apelo a su sano cri­te­rio y a la recta con­cien­cia de este alto tri­bu­nal, para que diga si es esto así o no…

—Preso—dijo el juez, in­te­rrum­pién­do de nuevo,—¿tiene usted al­gu­na pre­gun­ta que hacer a ese su­je­to?

—¡No, no!—con­ti­nuó rá­pi­da­men­te el socio de Ten­nes­see.—Esta par­ti­da me la juego yo solo. Y yendo di­rec­ta­men­te al grano de la cues­tión, esto es lo que hay: Ten­nes­see la ha ju­ga­do muy pe­sa­da y muy cara con­tra un fo­ras­te­ro y con­tra este cam­pa­men­to.—Y como ha­cien­do un es­fuer­zo de sin­ce­ri­dad, con­ti­nuó:—Y ahora, ¿qué es lo justo? Unos dirán sus más, otros dirán sus menos; en fin, aquí van 1700 pesos en oro sen­ci­llo y un reloj (es todo mi mon­tón), y no se hable más del asun­to.

Y acom­pa­ñan­do la pa­la­bra a la ac­ción y antes de que mano al­gu­na se pu­die­se le­van­tar para evi­tar­lo, había va­cia­do ya sobre la mesa el con­te­ni­do del saco de viaje.

Du­ran­te unos ins­tan­tes es­tu­vo su vida en pe­li­gro. Uno o dos hom­bres se le­van­ta­ron en el acto, va­rias manos bus­ca­ron armas ocul­tas, y sólo la in­ter­ven­ción del juez pudo do­mi­nar la pro­pues­ta de «echar a aquel in­so­len­te por el bal­cón». El reo se reía, y su socio, al pa­re­cer ig­no­ran­te de la so­bre­ex­ci­ta­ción que cau­sa­ba, apro­ve­chó la opor­tu­ni­dad para en­ju­gar­se otra vez la cara con el pa­ñue­lo de bol­si­llo.

Res­ta­ble­ci­do el orden y des­pués de ha­ber­se hecho com­pren­der al buen hom­bre, por medio de enér­gi­cas de­mos­tra­cio­nes, que la ofen­sa de Ten­nes­see no podía ser ex­pia­da por com­pen­sa­cio­nes me­tá­li­cas, su fi­so­no­mía tomó un color más san­gui­no­len­to aún, y los que es­ta­ban cerca de él no­ta­ron que su ruda mano ex­pe­ri­men­ta­ba un li­ge­ro tem­blor. Ti­tu­beó un mo­men­to, antes de vol­ver el oro al saco de noche, como si no hu­bie­se com­pren­di­do del todo el ele­va­do sen­ti­mien­to de jus­ti­cia que guia­ba al tri­bu­nal, y re­ce­la­se no haber ofre­ci­do bas­tan­te can­ti­dad.

Des­pués, vol­vién­do­se hacia el juez, dijo:

—Esta par­ti­da la he ju­ga­do solo, sin mi socio.

Tomó el som­bre­ro y sa­lu­dan­do al Ju­ra­do iba a re­ti­rar­se, cuan­do el juez lla­mo­le:

—Si algo tiene que decir a Ten­nes­see, haría usted mejor en co­mu­ni­cár­se­lo ahora mismo.

Los ojos del preso y los de su ex­tra­ño abo­ga­do se en­con­tra­ron aque­lla noche por pri­me­ra vez. Ten­nes­see mos­tró sus blan­cos dien­tes con fran­ca son­ri­sa y di­cien­do:

—¡Par­ti­da per­di­da, viejo!—le ten­dió la mano con efu­sión.

El socio de Ten­nes­see la es­tre­chó entre las suyas largo rato.

—Como pa­sa­ba por ca­sua­li­dad—dijo,—entré sólo por ver cómo se­guían las cosas.

Dejó caer des­pués pa­si­va­men­te la mano que le había ten­di­do, y aña­dien­do que la noche era ca­lu­ro­sa, se en­ju­gó de nuevo la cara con el pa­ñue­lo, y sin más, se re­ti­ró del local.

Aque­llos dos hom­bres no se en­con­tra­ron ya jamás en la vida. El in­sul­to fue de­ma­sia­do grave, y el hecho de ha­ber­se pro­pues­to so­bor­nar a un juez de la ley de Linch, la cual aun­que fa­ná­ti­ca, débil o es­tre­cha, era, por lo menos, in­co­rrup­ti­ble, ex­clu­yó de un modo irre­vo­ca­ble de la mente de aquel in­fle­xi­ble fun­cio­na­rio toda va­ci­la­ción res­pec­to al des­tino de Ten­nes­see, y al ama­ne­cer, es­tre­cha­men­te es­col­ta­do, se le con­du­jo a la cima del Monte Mar­ley, donde debía eje­cu­tar­se la fa­tí­di­ca sen­ten­cia.

De la im­pa­si­bi­li­dad con que la arros­tró, de cuán se­reno es­ta­ba, de cómo se negó a de­cla­rar cosa al­gu­na, de cuán le­ga­les eran las dis­po­si­cio­nes del co­mi­té, de todo se trató de­bi­da­men­te en el pre­gón de Red-Dog, con el adi­ta­men­to de una amo­nes­ta­ción moral a modo de lec­ción para todos los fu­tu­ros mal­he­cho­res, y ya que el edi­tor es­ta­ba pre­sen­te, a su vi­go­ro­so in­glés re­mi­to de buena gana al que me lee. Lo que no des­cri­bió esta hoja local, fue la be­lle­za de aque­lla ma­ña­na de ve­rano, la santa ar­mo­nía de la tie­rra, del aire y del cielo, la vida que re­bo­sa­ba de los li­bres bos­ques y mon­tes, el ale­gre re­na­ci­mien­to, las di­vi­nas pro­me­sas y la se­re­ni­dad in­fi­ni­ta de la Na­tu­ra­le­za, por­que no for­ma­ban parte de la lec­ción moral. Y no obs­tan­te, des­pués que el in­sig­ni­fi­can­te acto se hubo con­su­ma­do y que una vida, con todos sus de­re­chos y de­be­res, hubo sa­li­do de aque­lla cosa di­for­me que col­ga­ba entre la tie­rra y el cielo, los pá­ja­ros pia­ban aún ale­gre­men­te, las flo­res se abrían y el astro del día res­plan­de­cía tan ma­jes­tuo­so como siem­pre. Tal vez el pre­gón de Red-Dog tenía razón.

El poco ex­per­to de­fen­sor de Ten­nes­see no se en­con­tra­ba en el grupo que ro­dea­ba el lú­gu­bre árbol; pero cuan­do los asis­ten­tes nos vol­vi­mos para dis­per­sar­nos, atra­jo nues­tra aten­ción la pre­sen­cia de un ca­rru­cho ti­ra­do por un burro y pa­ra­do en el borde de la ca­rre­te­ra. Todos nos acer­ca­mos y re­co­no­ci­mos desde luego al pa­cien­te bo­rri­qui­to y el carro de dos rue­das, pro­pie­dad del socio de Ten­nes­see y que éste em­plea­ba para ex­traer las tie­rras de su pla­cer. Unos me­tros más allá, el pro­pie­ta­rio del vehícu­lo en per­so­na, sen­ta­do bajo un bu­cke­ye, en­ju­ga­ba el sudor de su ros­tro con­ges­tio­na­do.

Há­bil­men­te in­te­rro­ga­do por los cu­rio­sos, dijo que había ido allí por el cuer­po del di­fun­to, si no lo tenía a mal el co­mi­té; que no que­ría apre­su­rar las cosas, podía es­pe­rar, pues aquel día no tra­ba­ja­ba, y cuan­do los se­ño­res hu­bie­sen con­clui­do con el di­fun­to, se haría cargo de él.

—Ade­más—aña­dió sen­ci­lla y gra­ve­men­te,—si al­guno de los pre­sen­tes gusta tomar parte en el en­tie­rro, puede asis­tir.

Sea por una de tan­tas hu­mo­ra­das, que como ya he in­di­ca­do eran ca­rac­te­rís­ti­cas de Sandy-Bar, sea por ra­zo­nes más al­truis­tas, el caso es que las dos ter­ce­ras par­tes de los de­socu­pa­dos acep­ta­ron en se­gui­da la in­vi­ta­ción que tan de­sin­te­re­sa­da­men­te se les hacía.

Ha­bían dado ya las doce, cuan­do el cuer­po de Ten­nes­see fue pues­to en manos de su socio. Cuan­do se acer­có el carro al árbol fatal, ob­ser­va­mos que con­te­nía una tosca caja oblon­ga, hecha al pa­re­cer de ta­blas de slui­ce medio re­lle­na de cor­te­zas y ra­mi­llas de pino. For­ma­ban parte de la or­na­men­ta­ción de la ca­rre­ta re­cor­tes de sauce y unas cuan­tas do­ce­nas de flo­res de mucho olor. Un vez de­po­si­ta­do el cuer­po en la caja, el socio de Ten­nes­see lo cu­brió con una tela em­brea­da, montó gra­ve­men­te en el es­tre­cho pes­can­te de­lan­te­ro, y con los pies sobre las varas, arreó al ju­men­to, avan­zan­do el vehícu­lo len­ta­men­te, con aquel paso de­co­ro­so que, aun en cir­cuns­tan­cias menos so­lem­nes, es ha­bi­tual a tan in­te­li­gen­tes cua­drúpe­dos.

Medio por cu­rio­si­dad, medio por broma, pero todos de buen humor, si­guie­ron los mi­ne­ros a en­tram­bos lados del carro; unos de­lan­te, otros de­trás del sen­ci­llo ataúd; pero sea por la es­tre­chez del ca­mino o por algún sen­ti­mien­to mo­men­tá­neo e ins­tin­ti­vo de pie­dad, a me­di­da que ade­lan­ta­ba el carro, el acom­pa­ña­mien­to se re­tra­sa­ba en pa­re­jas, guar­dan­do el paso y to­man­do el as­pec­to de una so­lem­ne pro­ce­sión. El di­ver­ti­do Ja­co­bo Po­li­bión, que a la sa­li­da había em­pe­za­do la pa­ro­dia de una mar­cha fú­ne­bre, mo­vien­do los dedos sobre una flau­ta ima­gi­na­ria, desis­tió de pro­se­guir­la, por no ha­llar una aco­gi­da fa­vo­ra­ble, tal vez por fal­tar­le la ap­ti­tud del ver­da­de­ro hu­mo­ris­ta, que sabe di­ver­tir­se con su pro­pia gra­cia y humor.

El fú­ne­bre ca­mino atra­ve­sa­ba la ca­ña­da del Oso, re­ves­ti­da a aque­lla hora de som­brío y te­ne­bro­so as­pec­to. Los cam­pe­ches, es­con­dien­do en el ro­ji­zo te­rreno sus pies, guar­ne­cían la senda como en fila india, y sus in­cli­na­das ramas pa­re­cían echar una ex­tra­ña ben­di­ción sobre el fé­re­tro que avan­za­ba len­ta­men­te.

Una pre­cio­sa lie­bre, sor­pren­di­da en su in­gé­ni­ta ac­ti­vi­dad, sen­to­se sobre las patas tra­se­ras, re­bu­llen­do entre los he­le­chos del borde del ca­mino, mien­tras des­fi­la­ba la co­mi­ti­va. Las ar­di­llas se apre­su­ra­ron a ganar las ramas más altas para atis­bar desde allí en se­gu­ri­dad, y los arren­da­jos, ten­dien­do las alas, re­vo­lo­tea­ban a la de­lan­te­ra, como pos­ti­llo­nes, hasta que al­can­za­mos los arra­ba­les de Sandy-Bar y la so­li­ta­ria ca­ba­ña del di­rec­tor de la ce­re­mo­nia.

Visto aquel lugshy;do en un peshy;di‐pshy;lishy;lo ahora mismo.shy;mos y reshy;mar, aun en cir­cuns­tan­cias más pla­cen­te­ras, no hu­bie­se sido un lugar ri­sue­ño. La tosca y fea si­lue­ta y los gro­se­ros de­ta­lles que dis­tin­guen las cons­truc­cio­nes del mi­ne­ro ca­li­for­niano, y ade­más su poco pin­to­res­co em­pla­za­mien­to, todo se reunía allí a la tris­te­za de la ruina. A pocos me­tros de la ca­ba­ña, se ex­ten­día un in­cul­to cer­ca­do que, en los cor­tos días de fe­li­ci­dad ma­tri­mo­nial del socio de Ten­nes­see, había ser­vi­do de jar­dín, pero que, en aquel en­ton­ces, dis­fru­ta­ba de una exu­be­ran­te ve­ge­ta­ción de he­le­chos y hier­bas de todas cla­ses. Con­for­me nos apro­xi­ma­mos al cer­ca­do, nos sor­pren­di­mos vien­do que lo que ha­bía­mos to­ma­do por un re­cien­te en­sa­yo de cul­ti­vo, era sólo des­mon­te que ro­dea­ba una tumba re­cién abier­ta. La ca­rre­ta es­ta­ba pa­ra­da ya de­lan­te del cer­ca­do, y rehu­san­do el socio de Ten­nes­see las ofer­tas de au­xi­lio, con el mismo aire de con­fian­za que había de­mos­tra­do en todo, cargó con la caja y la de­po­si­tó, sin au­xi­lio de nadie, en la poco pro­fun­da fosa. Pe­gan­do des­pués con cla­vos la tabla que ser­vía de tapa, y subién­do­se al mon­tícu­lo de tie­rra que se al­za­ba junto a la huesa, des­cu­brio­se y se en­ju­gó len­ta­men­te la cara con el pa­ñue­lo. Todo el mundo com­pren­dió que eran éstos los pre­li­mi­na­res de un dis­cur­so, y se es­par­ció sobre los tron­cos de árbol y las rocas en si­tua­ción ex­pec­tan­te.

Re­ves­ti­do de dig­ni­dad el socio de Ten­nes­see dijo pau­sa­da­men­te:

—Digan; cuan­do un hom­bre ha es­ta­do co­rrien­do en li­ber­tad todo el día, ¿qué es na­tu­ral que haga? Pues vol­ver a casa. Pero si no puede vol­ver a casa por sí mismo, ¿qué es lo que debe hacer su mejor amigo? ¡Claro que traer­le a ella! Y aquí te­néis a Ten­nes­see que ha es­ta­do co­rrien­do en li­ber­tad y de sus pe­re­gri­na­cio­nes lo trae­mos al hogar.

Aquí, como para con­cen­trar sus ideas, calló, ba­jo­se a tomar un frag­men­to de cuar­zo, y fro­tán­do­lo pen­sa­ti­vo con­tra su manga, con­ti­nuó:

—Otras veces lo había car­ga­do sobre mis es­pal­das como ahora ha­béis visto; otras veces lo había traí­do a esta ca­ba­ña, cuan­do no se podía valer por sí mismo; más de una vez yo y el bo­rri­qui­to lo ha­bía­mos es­pe­ra­do allá arri­ba, re­co­gién­do­lo y tra­yén­do­lo a casa cuan­do no podía ha­blar, ni le era po­si­ble re­co­no­cer­me. Y hoy, que es el úl­ti­mo día… ya veis…

Ca­llo­se otra vez y frotó el cuar­zo con­tra su manga.

—Como puede verse, el caso es duro para su socio… Y ahora, se­ño­res—aña­dió brus­ca­men­te, re­co­gien­do su pala de largo mango,—se acabó el en­tie­rro; les doy las gra­cias y… Ten­nes­see se las da tam­bién por la mo­les­tia que les ha oca­sio­na­do.

Opo­nién­do­se a cuan­tas ofer­tas de ayu­dar­lo se le hi­cie­ron, co­men­zó a lle­nar la tumba, dando la es­pal­da al gen­tío, que, des­pués de al­gu­nos mo­men­tos de in­de­ci­sión, se re­ti­ró poco a poco. Al do­blar la pe­que­ña cres­ta que ocul­ta­ba a su vista Sandy-Bar, al­gu­nos, vol­vién­do­se hacia atrás, cre­ye­ron ver al socio de Ten­nes­see, ter­mi­na­da ya su obra, sen­ta­do sobre la tumba, con la pala entre las ro­di­llas y la cara se­pul­ta­da en su rojo pa­ñue­lo de seda; pero otros ar­gu­ye­ron que, a tal dis­tan­cia, no era po­si­ble dis­tin­guir la cara del pa­ñue­lo, y este punto no se es­cla­re­ció jamás.

En medio de la calma que si­guió a la agi­ta­ción fe­bril de aquel día, el socio de Ten­nes­see no fue echa­do en ol­vi­do por los ha­bi­tan­tes del cam­pa­men­to. Cier­ta ri­gu­ro­sa re­qui­si­to­ria que se hizo en se­cre­to lo libró de la su­pues­ta com­pli­ci­dad en el cri­men de Ten­nes­see, pero no de cier­ta sos­pe­cha sobre si es­ta­ba o no en su cabal jui­cio. La po­bla­ción de Sandy-Bar hizo caso de con­cien­cia el vi­si­tar­lo, ofre­ci&´n­do­le va­rios re­ga­los tos­cos, aun­que ins­pi­ra­dos en sin­ce­ros sen­ti­mien­tos. Pero, desde el fa­tí­di­co día, aque­lla salud y enor­me fuer­za pa­re­cie­ron de­cli­nar vi­si­ble­men­te, y en­tra­da ya la es­ta­ción de las llu­vias, cuan­do las ho­ji­llas de hier­ba co­men­za­ron a aso­mar por entre el pe­dre­go­so mon­tícu­lo que cu­bría la tumba de Ten­nes­see, se dejó ven­cer por la en­fer­me­dad.

Me­tio­se en cama.

Aque­lla noche, los pinos que ro­dea­ban la ca­ba­ña, sa­cu­di­dos por la tem­pes­tad, arras­tra­ban sus es­bel­tas ramas por en­ci­ma del techo, y a lo lejos se oían el ru­gi­do y los em­ba­tes de la im­pe­tuo­sa co­rrien­te del río. El socio de Ten­nes­see se in­cor­po­ró y dijo:

—Ya es hora, voy en busca de Ten­nes­see; en­gan­cha­ré el ca­rri­to.

Y se hu­bie­ra le­van­ta­do de la cama a no ha­bér­se­lo im­pe­di­do su cria­da. Sin em­bar­go, ha­cien­do ex­tra­ños mo­vi­mien­tos, con­ti­nuó en su sin­gu­lar de­li­rio:

—¡Ven acá, bo­rri­qui­ta! ¡So, so! ¡quie­ta! ¡Qué os­cu­ro está! Aler­ta con los ba­ches, y cuida tam­bién de él, vieja. Ya sabes que a veces, cuan­do está bo­rra­cho, rueda como un tron­co hasta la cu­ne­ta. Corre, pues, en de­re­chu­ra hasta el pino de allá arri­ba, en la co­li­na. Bueno… ¡no lo dije!… ¡ahí está!… ya viene… solo… se­reno… ¡Cómo bri­llan sus ojos! ¡Ten­nes­see!

Y así fue a su en­cuen­tro…