Los Desterrados de Poker Flat

Al poner el pie don Jorge, ju­ga­dor de ofi­cio, en la calle Mayor de Po­ker-Flat, en la ma­ña­na del día 22 de no­viem­bre de 1850, pre­sin­tió ya que, desde la noche an­te­rior, se efec­tua­ba un cam­bio en la at­mós­fe­ra moral de la po­bla­ción. Al­gu­nos gru­pos donde se con­ver­sa­ba gra­ve­men­te, en­mu­de­cie­ron cuan­do se acer­có y cam­bia­ron mi­ra­das sig­ni­fi­ca­ti­vas. Era de notar que do­mi­na­ba en el aire una tran­qui­li­dad do­min­gue­ra; lo cual en un cam­pa­men­to poco acos­tum­bra­do a la in­fluen­cia del do­min­go, pa­re­cía de mal agüero, y sin em­bar­go, la cara tran­qui­la y her­mo­sa de don Jorge no re­ve­ló el menor in­te­rés por estos sín­to­mas. ¿Tenía con­cien­cia acaso de al­gu­na causa pre­dis­po­nen­te? Eso era cosa dis­tin­ta.

—Sos­pe­cho que van tras de al­guno—pensó;—tal vez tras de mí.

In­tro­du­jo en su bol­si­llo el pa­ñue­lo con que había sa­cu­di­do de sus botas el en­car­na­do polvo de Po­ker-Flat, y con en­te­ra calma desechó de su mente toda con­je­tu­ra.

La ver­dad era que Po­ker-Flat an­da­ba tras de al­guno. Había su­fri­do re­cien­te­men­te la pér­di­da de al­gu­nos miles de pesos, de dos ca­ba­llos de valor y de un ciu­da­dano pre­emi­nen­te, y en la ac­tua­li­dad pa­sa­ba por una cri­sis de vir­tuo­sa reac­ción, tan ile­gal y vio­len­ta como cual­quie­ra de los actos que la ori­gi­na­ron. El co­mi­té se­cre­to había re­suel­to ex­pul­sar de su seno todo miem­bro po­dri­do. Prac­ti­co­se esto de un modo per­ma­nen­te, res­pec­to a dos hom­bres que col­ga­ban ya de las ramas de un si­co­mo­ro, en la hon­do­na­da, y de un modo tem­po­ral con el des­tie­rro de otras va­rias per­so­nas de pé­si­mos an­te­ce­den­tes. Es sen­si­ble tener que decir que al­gu­nas de éstas eran se­ño­ras; pero en des­car­go del sexo, debo ad­ver­tir que su in­mo­ra­li­dad era pro­fe­sio­nal y que sólo ante un vicio tal y tan pa­ten­te se atre­vía Po­ker-Flat a eri­gir­se en in­fle­xi­ble tri­bu­nal.

A don Jorge le so­bra­ba razón al su­po­ner que es­ta­ba él in­clui­do en la sen­ten­cia. Al­guien del co­mi­té había in­si­nua­do la idea de ahor­car­lo, como ejem­plo tan­gi­ble y medio se­gu­ro de re­em­bol­sar­se, a costa de su bol­si­llo, de las sumas que les había ga­na­do.

—No es justo—decía Simón Ve­le­ro—dejar que ese joven de Campo Ro­dri­go, ex­tran­je­ro por sus cua­tro cos­ta­dos, se lleve nues­tros aho­rros.

Sin em­bar­go, un im­per­fec­to sen­ti­mien­to de equi­dad, ema­na­do de los que ha­bían te­ni­do la buena suer­te de lim­piar en el juego a don Jorge, aca­lló las mez­qui­nas preo­cu­pa­cio­nes de los más irre­duc­ti­bles.

Don Jorge re­ci­bió el fallo con fi­lo­só­fi­ca calma, tanto mayor en cuan­to sos­pe­cha­ba ya las va­ci­la­cio­nes de sus juz­ga­do­res. Era muy buen ju­ga­dor para no so­me­ter­se a la fa­ta­li­dad. En su sen­tir, la vida era un juego de azar y re­co­no­cía el tanto por cien­to usual en favor del ban­que­ro.

Una es­col­ta de hom­bres ar­ma­dos acom­pa­ñó a esa es­co­ria so­cial de Po­ker-Flat hasta las afue­ras del cam­pa­men­to. For­ma­ban parte de la par­ti­da de los ex­pul­sa­dos, ade­más de don Jorge, re­co­no­ci­do como hom­bre de­ci­di­da­men­te re­suel­to, y para in­ti­mi­dar al cual se había te­ni­do cui­da­do de armar el pi­que­te, una joven co­no­ci­da fa­mi­liar­men­te por la Du­que­sa, otra mujer que se había ga­na­do el tí­tu­lo de madre Ship­ton, y el tío Billy, sos­pe­cho­so de robar fi­lo­nes y bo­rra­cho em­pe­der­ni­do. La ca­bal­ga­da no ex­ci­tó co­men­ta­rio al­guno de los es­pec­ta­do­res, ni la es­col­ta dijo la menor pa­la­bra. So­la­men­te cuan­do al­can­za­ron la hon­do­na­da que mar­ca­ba el úl­ti­mo lí­mi­te de Po­ker-Flat, el jefe habló cua­tro pa­la­bras en re­la­ción con el caso: el que desea­se con­ser­var su vida, no debía poner más los pies en Po­ker-Flat.

Luego, cuan­do se ale­ja­ba la es­col­ta, los sen­ti­mien­tos com­pri­mi­dos se ex­ha­la­ron en al­gu­nas lá­gri­mas his­té­ri­cas por parte de la Du­que­sa, en in­ju­rias por la de la madre Ship­ton y en blas­fe­mias que, como fle­chas en­ve­ne­na­das, lan­za­ba el tío Billy. Tan sólo el es­toi­co don Jorge per­ma­ne­cía mudo. Es­cu­chó im­pa­si­ble los de­seos de la madre Ship­ton de sacar el co­ra­zón a al­guien, las re­pe­ti­das afir­ma­cio­nes de la Du­que­sa de que se mo­ri­ría en el ca­mino, y tam­bién las alar­man­tes blas­fe­mias que al tío Billy pa­re­cían arran­car­le las sa­cu­di­das de su ca­bal­ga­du­ra. Para no des­men­tir la fran­ca ga­lan­te­ría de los de su clase, in­sis­tió en tro­car su pro­pio ca­ba­llo, lla­ma­do El Cinco, por la mala mula que mon­ta­ba la Du­que­sa; pero ni aun esta ac­ción des­per­tó sim­pa­tía al­gu­na entre los de la co­mi­ti­va erran­te. La Du­que­sa arre­gló sus aja­das plu­mas con can­sa­da co­que­te­ría; la madre Ship­ton miró de reojo con ma­le­vo­len­cia a la po­se­so­ra de El Cinco, y el tío Billy no per­do­nó a nin­guno de la par­ti­da con sus dia­tri­bas.

De todos modos, el ca­mino de Sandy-Bar, cam­pa­men­to que en razón de no haber ex­pe­ri­men­ta­do aún la re­ge­ne­ra­do­ra in­fluen­cia de Po­ker-Flat, pa­re­cía ofre­cer algún ali­cien­te a los emi­gran­tes, atra­ve­sa­ba una es­car­pa­da ca­de­na de mon­ta­ñas, y ofre­cía a los via­je­ros una jor­na­da bas­tan­te re­gu­lar. En aque­lla avan­za­da es­ta­ción, la par­ti­da pron­to salió de las re­gio­nes hú­me­das y tem­pla­das de las co­li­nas, al aire seco, frío y vi­go­ro­so de las sie­rras. El sen­de­ro era es­tre­cho y di­fi­cul­to­so; hacia el me­dio­día, la Du­que­sa, de­ján­do­se caer de la silla de su ca­ba­llo al suelo, ma­ni­fes­tó su re­so­lu­ción de no con­ti­nuar más allá.

El pa­ra­je era sin­gu­lar­men­te im­po­nen­te y sal­va­je. Un an­fi­tea­tro po­bla­do de bos­que, ce­rra­do en tres de sus lados por rocas cor­ta­das a pico en el des­nu­do gra­ni­to, se in­cli­na­ba sua­ve­men­te sobre la cres­ta de otro pre­ci­pi­cio que do­mi­na­ba la lla­nu­ra. Sin duda al­gu­na, era el punto más a pro­pó­si­to para un cam­pa­men­to, si hu­bie­ra sido pru­den­te el acam­par. Pero don Jorge, que no per­día fá­cil­men­te su orien­ta­ción, sabía que ape­nas ha­bían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la par­ti­da no es­ta­ba equi­pa­da ni pro­vis­ta para hacer alto. Sin em­bar­go, no hizo más que re­cor­dar esta cir­cuns­tan­cia a sus com­pa­ñe­ros acom­pa­ñán­do­la de un co­men­ta­rio fi­lo­só­fi­co sobre la lo­cu­ra de tirar las car­tas antes de aca­bar el juego. Es­ta­ban pro­vis­tos de li­co­res, y en esta con­tin­gen­cia su­plie­ron la co­mi­da y todo lo demás de que ca­re­cían. A pesar de su pro­tes­ta, no tar­da­ron en caer en mayor o menor grado bajo la in­fluen­cia del al­cohol.

La madre Ship­ton se echó a ron­car; el tío Billy pasó rá­pi­da­men­te del es­ta­do be­li­co­so al de es­tu­por y la Du­que­sa quedó como ale­tar­ga­da. Sólo don Jorge per­ma­ne­ció en pie, apo­ya­do con­tra una roca, con­tem­plán­do­los con tran­qui­li­dad, pues don Jorge no bebía; esto hu­bie­ra per­ju­di­ca­do a una pro­fe­sión que re­quie­re cálcu­lo, im­pa­si­bi­li­dad y san­gre fría; en fin, para va­ler­nos de su pro­pia frase, no «podía per­mi­tir­se este lujo». Con­tem­plan­do a sus com­pa­ñe­ros de des­tie­rro y al fi­lo­so­far sobre el ais­la­mien­to na­ci­do de su ofi­cio, sobre las cos­tum­bres de su vida y sobre sus mis­mos vi­cios, sin­tio­se opri­mi­do por pri­me­ra vez. Pro­ce­dió a qui­tar el polvo de su traje negro, a la­var­se las manos y cara y a prac­ti­car otros actos ca­rac­te­rís­ti­cos de sus há­bi­tos de ex­tre­ma­da lim­pie­za, y por un mo­men­to ol­vi­dó su si­tua­ción. No in­cu­rrió jamás en la pe­ca­mi­no­sa idea de aban­do­nar a sus com­pa­ñe­ros, más dé­bi­les y dig­nos de lás­ti­ma; pero, sin em­bar­go, echa­ba de menos aque­lla ex­ci­ta­ción que, ex­tra­ño es de­cir­lo, era el mayor fac­tor de la tran­qui­la im­pa­si­bi­li­dad de que go­za­ba. Exa­mi­na­ba em­be­bi­do las tris­tes mu­ra­llas que se ele­va­ban a mil pies de al­tu­ra, cor­ta­das a pico, por en­ci­ma de los pinos que lo ro­dea­ban; el cielo cu­bier­to de ame­na­za­do­ras nubes, y más abajo el valle que se hun­día ya en la som­bra, cuan­do oyó de re­pen­te que lo lla­ma­ban.

Un ji­ne­te as­cen­día poco a poco por el ca­mino. No tardó mucho en re­co­no­cer en la fran­ca y ani­ma­da cara del re­cién ve­ni­do a Tomás Bú­fa­lo, lla­ma­do el Inocen­te de Sandy-Bar. Le había en­con­tra­do hacía al­gu­nos meses en una par­ti­di­lla, donde con la mayor le­ga­li­dad ganó al cán­di­do joven toda su for­tu­na, que as­cen­día a unos cua­ren­ta dó­llars. Des­pués que hubo ter­mi­na­do la par­ti­da, don Jorge se re­ti­ró con el joven es­pe­cu­la­dor de­trás de la puer­ta, y allí le dijo estas o pa­re­ci­das pa­la­bras:

—Tomás, eres un buen mu­cha­cho, pero no sabes jugar ni por valor de un cen­ta­vo; no lo prue­bes otra vez si has de se­guir mis con­se­jos.

Y di­cien­do esto, le de­vol­vió su di­ne­ro, lo em­pu­jó sua­ve­men­te fuera de la sala de juego, y así hizo de Tomás, más que un amigo, un es­cla­vo.

El en­tu­sias­ta y cor­dial sa­lu­do que Tomás di­ri­gió a don Jorge, re­cor­da­ba este ge­ne­ro­so acto. Según dijo, iba a ten­tar for­tu­na en Po­ker-Flat.

—¿Solo?

—Com­ple­ta­men­te solo, no: a decir ver­dad (aquí se rió), se había es­ca­pa­do con Flora Vods. ¿No re­cor­da­ba ya don Jorge a Flora Vods, la que ser­vía la mesa en el Hotel de la Tem­plan­za? Hacía tiem­po ya que se­guía en re­la­cio­nes con ella, pero el padre, Jaime Vods, se opuso; de ma­ne­ra que se es­ca­pa­ron e iban a Po­ker-Flat a ca­sar­se, y ¡hé­te­los aquí! ¡Qué for­tu­na la suya en en­con­trar un sitio donde acam­par en com­pa­ñía tan agra­da­ble!

La con­ver­sa­ción quedó in­te­rrum­pi­da al apa­re­cer Flora Vods, mu­cha­cha de quin­ce años, ro­lli­za y de buena pre­sen­cia; salía de entre los pinos, donde se ocul­ta­ra ru­bo­ri­zán­do­se y se ade­lan­ta­ba a ca­ba­llo hasta po­ner­se al lado de su pro­me­ti­do.

No era don Jorge hom­bre a quien le preo­cu­pa­sen las cues­tio­nes de sen­ti­mien­to y aún menos de las de con­ve­nien­cia so­cial, pero ins­tin­ti­va­men­te com­pren­dió las di­fi­cul­ta­des de la si­tua­ción. No obs­tan­te, tuvo su­fi­cien­te aplo­mo para lar­gar un pun­ta­pié al tío Billy que ya iba a sol­tar una de las suyas, y el tío Billy es­ta­ba bas­tan­te se­reno para re­co­no­cer en el pun­ta­pié de don Jorge un poder su­pe­rior que no to­le­ra­ría gua­sas de nin­gún gé­ne­ro. Es­for­zo­se des­pués en di­sua­dir a Tomás de que acam­pa­ra allí; pero fue inú­til. Pre­ví­no­le que no tenía pro­vi­sio­nes ni me­dios para es­ta­ble­cer un cam­pa­men­to; pero, por des­gra­cia, el Inocen­te desechó estas ra­zo­nes ase­gu­ran­do a la par­ti­da que iba pro­vis­to de un mulo car­ga­do de ví­ve­res, y des­cu­brien­do ade­más una como tosca imi­ta­ción de choza abier­ta al lado del ca­mino.

—Flora podrá ocu­par­la con la se­ño­ra de Jorge—dijo el Inocen­te, se­ña­lan­do a la Du­que­sa.—Yo ya me las com­pon­dré.

Pro­nun­cia­das estas pa­la­bras, le fue pre­ci­so a don Jorge toda su ener­gía para im­pe­dir que es­ta­lla­se la risa del tío Billy, que aún así hubo de re­ti­rar­se a la hon­do­na­da para re­co­brar la for­ma­li­dad. Allí con­fió el chis­te a los altos pinos, gol­peán­do­se re­pe­ti­das veces los mus­los con las manos, entre las mue­cas, con­tor­sio­nes y blas­fe­mias que en él eran tan co­mu­nes. A su re­gre­so en­con­tró a sus com­pa­ñe­ros sen­ta­dos en amis­to­sa con­ver­sa­ción al­re­de­dor del fuego, pues el aire había re­fres­ca­do en ex­tre­mo y el cielo se cu­bría de es­pe­sos nu­ba­rro­nes. Flora es­ta­ba ha­blan­do de una ma­ne­ra ex­pan­si­va con la Du­que­sa, que la es­cu­cha­ba con un in­te­rés y ani­ma­ción que desde hacía mucho tiem­po no había de­mos­tra­do. Bú­fa­lo dis­cu­rría con igual éxito junto a don Jorge y a la madre Ship­ton, que se mos­tra­ba ama­ble hasta cier­to punto.

—¿Es este caso una tonta par­ti­da cam­pes­tre?—dijo el tío Billy para sus aden­tros con des­pre­cio, con­tem­plan­do el sil­ves­tre grupo, las os­ci­la­cio­nes de la llama y las ca­ba­lle­rías ata­das.

De pron­to, una idea se mez­cló con los va­po­res al­cohó­li­cos que en­tur­bia­ban su ca­be­za. La idea sería se­gu­ra­men­te chis­to­sa, pues se gol­peó otra vez los mus­los y se metió un puño en la boca para con­te­ner la risa.

Len­ta­men­te las nubes se des­li­za­ron por la mon­ta­ña arri­ba, una li­ge­ra brisa cim­breó las copas de los pinos y aulló a tra­vés de sus lar­gas y tris­tes hon­do­na­das. La rui­no­sa choza, tos­ca­men­te re­pa­ra­da y cu­bier­ta con ramas de pino, fue ce­di­da a las se­ño­ras. Los no­vios, al se­pa­rar­se, cam­bia­ron un beso tan puro y apa­sio­na­do, que el eco pudo re­pe­tir­lo en los ve­ci­nos pe­ñas­cos. La frá­gil Du­que­sa y la cí­ni­ca madre Ship­ton es­ta­ban, pro­ba­ble­men­te, de­ma­sia­do asom­bra­das para bur­lar­se de esta úl­ti­ma prue­ba de can­dor, y se di­ri­gie­ron sin decir pa­la­bra hacia la ca­ba­ña. Avi­va­ron otra vez el fuego; los hom­bres se ten­die­ron de­lan­te de la puer­ta, y pocos mo­men­tos des­pués dor­mían todos a pier­na suel­ta.

Don Jorge tenía el sueño li­ge­ro; antes de apun­tar el día, des­per­tó ate­ri­do de frío. Al re­mo­ver con un tizón el mo­ri­bun­do fuego, el vien­to que so­pla­ba en­ton­ces con fuer­za llevó a sus me­ji­llas algo que le heló la san­gre: la nieve. Di­ri­gio­se so­bre­sal­ta­do a los que dor­mían con in­ten­ción de des­per­tar­les, pues no había tiem­po que per­der; pero al vol­ver­se hacia donde debía estar ten­di­do el tío Billy, vio que éste había des­a­pa­re­ci­do. Cruzó rá­pi­da­men­te por su mente una idea des­agra­da­ble, y una mal­di­ción salió de sus la­bios. Voló hacia donde ha­bían atado a los mulos: ya no es­ta­ban allí.

Mien­tras tanto, las sen­das des­a­pa­re­cían rá­pi­da­men­te bajo la nieve que caía con pro­fu­sión.

Por un mo­men­to quedó ate­rra­do don Jorge, pero pron­to vol­vio­se hacia el fuego, con su se­re­ni­dad acos­tum­bra­da. No des­per­tó a los dor­mi­dos. El Inocen­te des­can­sa­ba tran­qui­la­men­te, con una apa­ci­ble son­ri­sa en su ros­tro cu­bier­to de pecas, y la vir­gen Flora dor­mía entre sus frá­gi­les her­ma­nas, como si le cus­to­dia­ran guar­dia­nes an­ge­li­ca­les. Don Jorge, echán­do­se la manta sobre los hom­bros, se atusó el bi­go­te y es­pe­ró la luz del me­dio­día, que vino poco a poco en­vuel­ta en ne­bli­na y en un tor­be­llino de copos de nieve que ce­ga­ba y con­fun­día. El pai­sa­je pa­re­cía trans­for­ma­do como por arte de magia. Pasó sin aten­ción la vista por el valle y re­su­mió el pre­sen­te y el por­ve­nir en cua­tro pa­la­bras: Si­tia­dos por la nieve.

El de­te­ni­do exa­men de las pro­vi­sio­nes, que, afor­tu­na­da­men­te para la par­ti­da es­ta­ban al­ma­ce­na­das en la choza, por lo que es­ca­pa­ron a la ra­pa­ci­dad del tío Billy, les dio a co­no­cer que, con cui­da­do y pru­den­cia, po­dían sos­te­ner­se aún diez días más.

—Eso—dijo don Jorge sotto voce al Inocen­te,—con tal que nos quie­ra usted tomar a pu­pi­la­je; si no (y tal vez hará usted mejor en ello), es­pe­ra­re­mos que el tío Billy re­gre­se con las nue­vas mu­ni­cio­nes de boca que se­gu­ra­men­te habrá ido a bus­car.

No sé por qué in­gra­to mo­ti­vo, don Jorge no dio a co­no­cer la in­fa­mia del tío Billy, ex­po­nien­do la hi­pó­te­sis de que éste se había ex­tra­via­do del cam­pa­men­to en busca de los ani­ma­les que se ha­bían es­ca­pa­do sin duda. Echó una in­di­rec­ta acer­ca de lo mismo a la Du­que­sa y a la madre Ship­ton, que, como es na­tu­ral, com­pren­die­ron la de­fec­ción de su con­so­cio.

—Si se les da el más pe­que­ño in­di­cio, des­cu­bri­rán tam­bién la ver­dad res­pec­to de todos no­so­tros—aña­dió con in­ten­ción,—y es por demás alar­mar a la feliz pa­re­ja.

Tomás Bú­fa­lo no sólo puso a dis­po­si­ción de don Jorge todo lo que lle­va­ba, sino que pa­re­cía dis­fru­tar ante la pers­pec­ti­va de una obli­ga­da re­clu­sión.

—Ha­bre­mos pa­sa­do una se­ma­na de campo, des­pués se de­rre­ti­rá la nieve, y par­ti­re­mos cada cual por su lado.

El fran­co op­ti­mis­mo del joven y la se­re­ni­dad de don Jorge, co­mu­ni­co­se a los demás. El Inocen­te, por medio de ramas de pino, im­pro­vi­só un techo para la choza, que no lo tenía, y la Du­que­sa con­tri­bu­yó al arre­glo del in­te­rior con un gusto y tacto que hi­cie­ron abrir gran­des ojos de asom­bro a la joven y fu­gi­ti­va cam­pe­si­na.

—Ya se co­no­ce que está acos­tum­bra­da a casas her­mo­sas en Po­ker-Flat—dijo Flora.

La alu­di­da dio media vuel­ta rá­pi­da­men­te, para ocul­tar el rubor que teñía sus me­ji­llas, aun a tra­vés del co­lo­ri­do pos­ti­zo de las de su pro­fe­sión, y la madre Ship­ton rogó a Flora que guar­da­se si­len­cio. Al re­gre­sar don Jorge de su pe­no­sa e inú­til ex­plo­ra­ción en busca del ca­mino, oyó el so­ni­do de una ale­gre risa que el eco re­pi­tió va­rias veces. Algo alar­ma­do, pa­ro­se pen­san­do en el aguar­dien­te que había es­con­di­do pru­den­te­men­te.

—Esto no suena a aguar­dien­te—dijo el ju­ga­dor.

Sin em­bar­go, hasta que a tra­vés del tem­po­ral vio la fo­ga­ta y en torno de ella el grupo, no se con­ven­ció de que todo ello era una broma de buen gé­ne­ro. Yo no sé si don Jorge había ocul­ta­do su ba­ra­ja con el aguar­dien­te como ob­je­to prohi­bi­do a la co­mu­ni­dad, lo cier­to os que, va­lién­do­me de las pro­pias pa­la­bras de la madre Ship­ton, «no habló una sola vez de car­tas» du­ran­te aque­lla noche. Menos mal que pudo ma­tar­se el tiem­po con un acor­deón que Tomás sacó con apa­ra­to de su equi­pa­je.

Lu­chan­do con al­gu­nas di­fi­cul­ta­des en el ma­ne­jo de este ins­tru­men­to, Flora logró arran­car­le una me­lo­día re­cal­ci­tran­te, acom­pa­ñán­do­la el Inocen­te con los pa­li­llos. La pieza que co­ro­nó la ve­la­da fue un rudo himno de misa cam­pes­tre que los no­vios, en­tre­la­za­das las manos, can­ta­ron con gran en­tu­sias­mo y vehe­men­cia. Creo que el tono de desa­fío, del coro y aire del Co­ve­nan­ter[8], y no las cua­li­da­des re­li­gio­sas que pu­die­ra en­ce­rrar, fue mo­ti­vo de que aca­ba­ran todos por tomar parte en el es­tri­bi­llo:

Estoy or­gu­llo­so de ser­vir al Señor,
y me obli­go a morir en su ejér­ci­to.

Los ár­bo­les cru­jían, la tem­pes­tad se des­en­ca­de­na­ba sobre el mi­se­ra­ble grupo y las lla­mas del ara se lan­za­ban hacia el cielo como un tes­ti­mo­nio del voto.

En­tra­da la noche, calmó la tem­pes­tad; los gran­des nu­ba­rro­nes se co­rrie­ron y las es­tre­llas bri­lla­ron cen­te­llean­do sobre el negro fondo del fir­ma­men­to. Don Jorge, a quien sus cos­tum­bres pro­fe­sio­na­les per­mi­tían vivir dur­mien­do lo menos po­si­ble, com­par­tió la guar­dia con Tomás Bú­fa­lo de modo tan de­sigual, que cum­plió casi por sí solo esta obli­ga­ción. Dis­cul­po­se con el Inocen­te, di­cien­do que muy a me­nu­do se había pa­sa­do sin dor­mir ocho días se­gui­dos.

—¿Pero ha­cien­do qué?—pre­gun­tó Tomás.

—El poker[9]—con­tes­tó don Jorge gra­ve­men­te.—Mira: cuan­do un hom­bre llega a tener una suer­te bo­rra­cha, antes se cansa la suer­te que uno. No hay cosa más ex­tra­ña que la suer­te. Todo lo que se sabe de ella es que for­zo­sa­men­te debe cam­biar. Y el des­cu­brir cuán­do va a cam­biar, es lo que te forma. Ahora, por ejem­plo, desde que sa­li­mos de Po­ker-Flat hemos dado con una vena de mala suer­te. Lle­gan us­te­des y les pillo tam­bién de lleno. El que tiene ánimo para con­ser­var los nai­pes hasta el fin, éste se salva.

Y aña­dió el fi­ló­so­fo y ju­ga­dor de una pieza, con ale­gre irre­ve­ren­cia:

Estoy or­gu­llo­so de ser­vir al Señor,
y me obli­go a morir en su ejér­ci­to.

Pa­sa­ron tres días, y el sol, a tra­vés de las blan­cas col­ga­du­ras del valle, vio el cuar­to a los des­te­rra­dos re­par­tir­se las re­du­ci­das pro­vi­sio­nes para el desa­yuno. Por un fe­nó­meno sin­gu­lar de aquel mon­ta­ño­so clima, los rayos del sol di­fun­dían be­nigno calor sobre el pai­sa­je de in­vierno, como com­pa­de­cién­do­se arre­pen­ti­dos de lo pa­sa­do; pero, al mismo tiem­po, des­cu­brían la nieve api­la­da en gran­des mon­to­nes al­re­de­dor de la ca­ba­ña. Por todas par­tes se ex­ten­día un mar de blan­cu­ra sin es­pe­ran­za de tér­mino, mar des­co­no­ci­do, sin senda, de que eran ju­gue­tes estos náu­fra­gos de nuevo gé­ne­ro. A mu­chas mi­llas de dis­tan­cia y a tra­vés de un aire ma­ra­vi­llo­sa­men­te sutil, se ele­va­ba el humo de la rús­ti­ca aldea de Po­ker-Flat. Ob­ser­vo­lo la madre Ship­ton, y desde lo más alto de la torre de su for­ta­le­za de gra­ni­to lanzó hacia aque­lla una mal­di­ción. Fue su úl­ti­ma blas­fe­mia y tal vez por aquel mo­ti­vo re­ves­tía cier­to ca­rác­ter su­bli­me.

—Me sien­to mejor—dijo con­fi­den­cial­men­te a la Du­que­sa.—Prue­be de salir allí y mal­de­cir­los, y te con­ven­ce­rás.

Luego, se im­pu­so la tarea de dis­traer a la cria­tu­ra, como ella y la Du­que­sa tu­vie­ron a bien lla­mar a Flora; Flora no era una po­llue­la, pero las dos mu­je­res se ex­pli­ca­ban de esta ma­ne­ra con­so­la­do­ra y ori­gi­nal que no fuese in­de­co­ro­sa ni sol­ta­se mal­di­cio­nes.

Otra vez vino la noche a cu­brir el valle con sus ti­nie­blas.

Las que­jum­bro­sas notas del acor­deón se ele­va­ban y des­cen­dían junto a la va­ci­lan­te fo­ga­ta del cam­pa­men­to con pro­lon­ga­dos ge­mi­dos y fre­cuen­tes in­ter­mi­ten­cias. Pero como la mú­si­ca no al­can­za­ba a lle­nar el pe­no­so vacío que de­ja­ba la in­su­fi­cien­cia de ali­men­to, Flora pro­pu­so una nueva dis­trac­ción: con­tar cuen­tos. No te­nían ganas don Jorge ni sus com­pa­ñe­ras de re­la­tar las aven­tu­ras per­so­na­les, y el plan hu­bie­ra fra­ca­sa­do tam­bién a no ser por Tomás Bú­fa­lo. Al­gu­nos meses antes había en­con­tra­do por ca­sua­li­dad un tomo des­pa­re­ja­do de la in­ge­nio­sa tra­duc­ción de la Ilia­da, por Mr. Pope. Se im­pu­so pues la tarea de re­la­tar en el len­gua­je co­rrien­te de Sandy-Bar, los prin­ci­pa­les in­ci­den­tes de aquel poema, cuyo ar­gu­men­to do­mi­na­ba, aun­que con ol­vi­do de al­gu­nos nom­bres pro­pios. Los se­mi­dio­ses de Ho­me­ro vol­vie­ron aque­lla noche a pisar el pla­ne­ta, y el pen­den­cie­ro tro­yano y el as­tu­to grie­go lu­cha­ron entre el vien­to, y los in­men­sos pinos del cañón pa­re­cían in­cli­nar­se ante la có­le­ra del hijo de Peleo. Al pa­re­cer, don Jorge es­cu­cha­ba con apa­ci­ble frui­ción; pero se in­tere­só es­pe­cial­men­te por la suer­te de As-qui­les, como el Inocen­te per­sis­tía en de­no­mi­nar a Aqui­les, el de los pies li­ge­ros.

De este modo, con poca co­mi­da, mucho Ho­me­ro y el acor­deón, trans­cu­rrió una se­ma­na que con pa­cien­cia so­por­ta­ron los fu­gi­ti­vos. De nuevo los aban­do­nó el sol, y otra vez los copos de nieve de un cielo plo­mi­zo, cu­brie­ron el con­ge­la­do suelo. Poco a poco les fue es­tre­chan­do cada vez más el círcu­lo de nie­ves, hasta que los muros des­lum­bran­tes de blan­cu­ra se le­van­ta­ron a vein­te pies por en­ci­ma de la ca­ba­ña. El fuego fue cada vez más di­fí­cil de ali­men­tar; los ár­bo­les caí­dos a su al­can­ce, es­ta­ban se­pul­ta­dos ya por la nieve. Y no obs­tan­te, nadie se que­ja­ba. Los no­vios, ol­vi­dan­do tan tris­te pers­pec­ti­va, se mi­ra­ban en los ojos uno de otro, y eran fe­li­ces, y don Jorge se re­sig­nó tran­qui­la­men­te al mal juego que se le pre­sen­ta­ba ya como per­di­do. La Du­que­sa, más ale­gre que de cos­tum­bre, se de­di­có a cui­dar a Flora; sólo la madre Ship­ton, antes la más fuer­te de la ca­ra­va­na, pa­re­cía en­fer­mar y fe­ne­cer poco a poco. A media noche del dé­ci­mo día, llamó a su lado a don Jorge:

—Me voy—dijo con voz de que­jum­bro­sa de­bi­li­dad.—Le ruego no diga nada a los cor­de­ri­tos; tome el lío que está bajo mi ca­be­za y ábra­lo.

Efec­tuán­do­lo, don Jorge vio que con­te­nían in­tac­tas las ra­cio­nes re­ci­bi­das por la madre Ship­ton du­ran­te los úl­ti­mos ocho días.

—Delas a la cria­tu­ra—dijo, se­ña­lan­do a la dor­mi­da Flora.

—¡In­fe­liz! ¡Se ha de­ja­do morir de ham­bre!—dijo el ju­ga­dor con sor­pre­sa.

—Así se llama esto—re­pu­so la mujer con voz apa­ga­da.

Se acos­tó de nuevo, y vol­vien­do la cara hacia la pared, entró en una rá­pi­da ago­nía.

Aquel día en­mu­de­cie­ron el acor­deón y las cas­ta­ñue­las, y se ol­vi­dó la Ilia­da y sus hé­roes.

Al ser en­tre­ga­do el cuer­po de la madre Ship­ton a la nieve, don Jorge llamó apar­te al Inocen­te y le mos­tró un par de zue­cos para nieve, que había fa­bri­ca­do con los frag­men­tos de una vieja al­bar­da.

—Hay to­da­vía una pro­ba­bi­li­dad con­tra cien­to de sal­var­la; pero es hacia allí—aña­dió se­ña­lan­do a Po­ker-Flat.—Si pue­des lle­gar en dos días, can­ta­re­mos vic­to­ria.

—¿Y usted?—pre­gun­tó Tomás.

—Yo me quedo—con­tes­tó se­ca­men­te.

La pa­re­ja se des­pi­dió con un es­tre­cho y efu­si­vo abra­zo, al que si­guie­ron al­gu­nas lá­gri­mas. ¡Don Jorge! ¿Tam­bién se va usted?—pre­gun­tó la Du­que­sa cuan­do vio a aquél que pa­re­cía agua­dar a Tomás para acom­pa­ñar­le.

—Hasta el cañón—con­tes­tó.

Y, di­cien­do esto, besó a la Du­que­sa, de­jan­do en­cen­di­da su blan­ca cara y rí­gi­dos de asom­bro sus en­tu­me­ci­dos ner­vios.

La so­le­dad noc­tur­na vino otra vez, pero no don Jorge. Trajo otra vez la tem­pes­tad y la nieve con sus tor­be­lli­nos. Avi­van­do el ex­pi­ran­te fuego, vio la Du­que­sa que al­guien había api­la­do a la ca­lla­da con­tra la choza, leña para al­gu­nos días más. Sus ojos se lle­na­ron de lá­gri­mas, pero las ocul­tó a Flora.

Do­mi­na­das por el te­rror, aque­llas vír­ge­nes dur­mie­ron poco. Al ama­ne­cer, al con­tem­plar­se cara a cara com­pren­die­ron su común des­tino, ob­ser­van­do el más ri­gu­ro­so si­len­cio. Flora, ha­cién­do­se la más fuer­te, se acer­có a la Du­que­sa y la en­la­zó con su brazo, en cuya dis­po­si­ción man­tu­vié­ron­se todo el resto de la jor­na­da. La tem­pes­tad llegó aque­lla noche a su mayor furia, des­tro­zó los pinos pro­tec­to­res e in­va­dió la misma ca­ba­ña.

Al rom­per el nuevo día, no pu­die­ron ya avi­var el fuego, que se ex­tin­guió poco a poco.

A me­di­da que las ce­ni­zas se amor­ti­gua­ban, la Du­que­sa se acu­rru­ca­ba junto a Flora, y por fin rom­pió aquel si­len­cio que pa­re­cía eterno:

—Flora; ¿pue­des rezar aún?

—No, her­ma­na…—res­pon­dió Flora dul­ce­men­te.

La Du­que­sa, sin saber por qué, sin­tio­se más libre, y apo­yan­do su ca­be­za sobre el hom­bro de Flora no dijo más. Y así, re­cli­na­das, pres­tan­do la más joven y pura su pecho como apoyo a su pe­ca­do­ra her­ma­na, que­da­ron dor­mi­das. El vien­to, como si te­mie­ra des­per­tar­las, cesó. Mu­chos copos de nieve, arran­ca­dos a las lar­gas ramas de los pinos, vo­la­ron como pá­ja­ros de blan­cas alas y se po­sa­ron sobre aquel grupo su­bli­me. Diana, la de ar­gen­ti­nos rayos, con­tem­pló al tra­vés de las des­ga­rra­das nubes aquel lugar sel­vá­ti­ca­men­te bello. Toda im­pu­re­za hu­ma­na se había fun­di­do, todo ras­tro de dolor te­rreno había des­a­pa­re­ci­do bajo el in­ma­cu­la­do manto ten­di­do mi­se­ri­cor­dio­sa­men­te desde arri­ba.

Todo aquel día dur­mie­ron su apa­ci­ble sueño, y al si­guien­te no des­per­ta­ron, cuan­do voces y pasos hu­ma­nos rom­pie­ron el si­len­cio de aquel mudo pa­ra­je. Y cuan­do manos pia­do­sas se­pa­ra­ron la nieve de sus mar­chi­tas caras, ape­nas podía de­cir­se, por la paz igual que ambas res­pi­ra­ban, cuál fuera la que se había man­cha­do. La misma ley de Po­ker-Flat lo re­co­no­ció así y se re­ti­ró, de­ján­do­las to­da­vía en­la­za­das una en bra­zos de otra.

En la em­bo­ca­du­ra del des­fi­la­de­ro, sobre uno de los ma­yo­res pinos, en­con­tro­se un dos de bas­tos cla­va­do en la cor­te­za, con un cu­chi­llo de monte. Con­te­nía la si­guien­te ins­crip­ción, hecha con vi­go­ro­sos tra­zos de lápiz:

AL PIE DE ESTE ÁRBOL YACE EL CUER­PO DE
DON JORGE
QUE DIO CON UNA VENA DE MALA SUER­TE
EL 23 DE NO­VIEM­BRE 1850
Y EN­TRE­GÓ SUS PUES­TAS EL 7 DE DI­CIEM­BRE 1850

Y, en efec­to. Allí, frío y sin pulso, con un re­vól­ver a su lado y una bala en el co­ra­zón, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido el más fuer­te y el más débil de los ex­pul­sa­dos de Po­ker-Flat, cosas ambas que se leían to­da­vía a tra­vés del ros­tro apa­ci­ble pero enér­gi­co del ju­ga­dor.