De-Hinchú, el Idólatra

Al abrir la carta de Hop-Sing, re­vo­lo­teó hacia el suelo una tira de papel ama­ri­llo, que a pri­me­ra vista me fi­gu­ré cán­di­da­men­te que sería la eti­que­ta de un pa­que­te de sor­pre­sas chi­nas, tan­tas eran las fi­gu­ras y je­ro­glí­fi­cos que con­te­nía. Había tam­bién en su in­te­rior una tira más pe­que­ña de papel de arroz con dos ca­rac­te­res exó­ti­cos, tra­za­dos con tinta china, en los que re­co­no­cí in­me­dia­ta­men­te la tar­je­ta de vi­si­ta de Hop-Sing. La tra­duc­ción de todo aque­llo era la si­guien­te:

«Las puer­tas de mi casa no están ce­rra­das para el fo­ras­te­ro; el ja­rrón de arroz está a la iz­quier­da y los dul­ces a la de­re­cha de la en­tra­da.

»El maes­tro dio estas dos sen­ten­cias:

»La hos­pi­ta­li­dad es la vir­tud del hijo y la sa­bi­du­ría de los pa­dres.

»El cuer­do es tierno de co­ra­zón; des­pués de re­co­gi­da la co­se­cha, ce­le­bra una fies­ta.

»Si ves al fo­ras­te­ro en tu cer­ca­do de me­lo­nes, no le ob­ser­ves muy de cerca; dejar de aten­der es, a me­nu­do, la más alta forma de sa­bi­du­ría.

»Fe­li­ci­dad, paz y pros­pe­ri­dad.—Hop-Sing.»

Me veo obli­ga­do a con­fe­sar que, des­pués de una tra­duc­ción muy libre, me en­con­tré en grave aprie­to para lle­var a in­me­dia­ta eje­cu­ción el men­sa­je que se me di­ri­gía. Por sa­bios y jui­cio­sos que fue­sen los ci­ta­dos ada­gios, me quedé, como vul­gar­men­te se dice, en ayu­nas, res­pec­to a lo que que­ría in­di­car­me Hop-Sing, el más som­brío de todos los hu­mo­ris­tas, como buen fi­ló­so­fo chino. Por for­tu­na, des­cu­brí un ter­cer papel, do­bla­do en forma de es­que­la, con­te­nien­do al­gu­nas pa­la­bras en in­glés, es­cri­tas con letra co­rri­da de Hop-Sing. De­cían:

«Es­pe­ra que hon­ra­rá usted con su asis­ten­cia el nú­me­ro… de la calle de Sa­cra­men­to, el vier­nes pró­xi­mo a las ocho de la noche.—Hop-Sing.»

«Una taza de te a las nueve en punto.»

Eso me dio la clave de todo. Se tra­ta­ba de una vi­si­ta al al­ma­cén de Hop-Sing, la aper­tu­ra y ex­po­si­ción de al­gu­nas raras cu­rio­si­da­des y no­ve­da­des chi­nas, una se­sión en el des­pa­cho pos­te­rior de la casa, una taza de te, de bon­dad des­co­no­ci­da fuera de estos sa­gra­dos lu­ga­res, ci­ga­rros y una vi­si­ta al tea­tro o tem­plo bud­his­ta. En efec­to, éste era el pro­gra­ma fa­vo­ri­to de Hop-Sing, cuan­do es­ta­ba en el ejer­ci­cio de su hos­pi­ta­li­dad, como agen­te prin­ci­pal o su­per­in­ten­den­te de la Com­pa­ñía Ning-Fu.

El día pre­fi­ja­do y a las ocho en punto en­tra­ba en el al­ma­cén de Hop-Sing. La casa es­ta­ba em­bal­sa­ma­da de ese mis­te­rio­so olor, agra­da­ble e in­de­fi­ni­ble, de los gé­ne­ros ex­tran­je­ros; veía­se allí la acos­tum­bra­da ex­po­si­ción de ob­je­tos de apa­rien­cia rara, la in­ter­mi­na­ble pro­ce­sión de lozas y por­ce­la­nas, la ca­pri­cho­sa her­man­dad de lo gro­tes­co y de lo ma­te­má­ti­ca­men­te aca­ba­do y exac­to, las ma­ni­fes­ta­cio­nes sin fin de la fri­vo­li­dad frá­gil; la falta de ar­mo­nía cro­má­ti­ca, cada cosa con su co­lo­ra­ción ex­tra­ña y pe­cu­liar. Enor­mes co­me­tas en forma de dra­go­nes y gi­gan­tes­cas ma­ri­po­sas; otras tan in­ge­nio­sa­men­te dis­pues­tas, que a in­ter­va­los lan­za­ban, al en­trar de cara al vien­to, el grito del hal­cón; al­gu­nas tan gran­des que era im­po­si­ble que nin­gún mu­cha­cho pu­die­ra do­mi­nar­las, tan gran­des que ha­cían com­pren­der el por qué en China echar los co­me­tas es una di­ver­sión para los ma­yo­res; mi­to­lo­gía de por­ce­la­na y bron­ce tan desas­tro­sa­men­te fea que, por la misma im­po­si­bi­li­dad de serlo, no des­per­ta­ban ni sim­pa­tía hu­ma­na ni sen­ti­mien­to al­guno de pie­dad; ja­rros de dulce cu­bier­tos com­ple­ta­men­te por pen­sa­mien­tos mo­ra­les de Buda y de Con­fu­cio; som­bre­ros que se pa­re­cían a ces­tos, y ces­tos que se pa­re­cían a som­bre­ros; sedas tan te­nues y de­li­ca­das que no me atre­vo a decir el in­creí­ble nú­me­ro de yar­das cua­dra­das que po­drían atra­ve­sar a la vez un ani­llo in­fan­til. Estos y mu­chos otros ob­je­tos in­des­crip­ti­bles me eran co­no­ci­dos. Pro­se­guí mi ca­mino a tra­vés del al­ma­cén par­ca­men­te alum­bra­do, hasta lle­gar al des­pa­cho pos­te­rior o salón, donde en­con­tré a Hop-Sing que me re­ci­bió con su afa­bi­li­dad pe­cu­liar.

No en­tra­ré en su des­crip­ción sin que el lec­tor ilus­tra­do deseche de su mente toda suer­te de ideas que acer­ca de los chi­nos pueda haber ad­qui­ri­do en obras y re­pre­sen­ta­cio­nes ten­den­cio­sas. No ves­tía sus pier­nas con fes­to­nea­dos cal­zon­ci­llos lle­nos de cam­pa­ni­llas, jamás he en­con­tra­do un chino que los lle­va­se, no ade­lan­ta­ba cons­tan­te­men­te su dedo ín­di­ce ex­ten­di­do en án­gu­lo recto con el cuer­po, ni si­quie­ra lo he oído jamás pro­fe­rir la mis­te­rio­sa frase Ching a ring a ring chaw, ni bai­la­ba como aqué­llos a la más leve in­di­ca­ción. Más bien era, en con­jun­to, un ca­ba­lle­ro grave, de­co­ro­so y de toda res­pe­ta­bi­li­dad. Su color, que se ex­ten­día por toda la ca­be­za hasta su larga tren­za, se pa­re­cía al de un her­mo­sí­si­mo papel agar­ban­za­do y lus­tro­so, y eran sus ojos ne­gros y pe­ne­tran­tes. Tenía nariz recta y de­li­ca­da­men­te for­ma­da, la boca pe­que­ña, los dien­tes me­nu­dos y lim­pios, y cejas in­cli­na­das en án­gu­lo de quin­ce gra­dos. Su ves­ti­do ca­rac­te­rís­ti­co era una blusa de seda azul os­cu­ro, y para la calle, en días fríos, una corta cha­que­ta de piel de As­tra­kán. En las pier­nas no lle­va­ba más que unas po­lai­nas de bro­ca­do azul es­tre­cha­men­te ce­ñi­das a las pan­to­rri­llas y to­bi­llos; hu­bié­ra­se dicho que aque­lla ma­ña­na se le había ol­vi­da­do po­ner­se los pan­ta­lo­nes, pero eran tan se­ño­ri­les sus mo­da­les, que di­si­mu­la­ban por com­ple­to la pre­ten­di­da falta de aqué­llos. Aun­que de gra­ve­dad es­par­ta­na, era per­so­na fina y ha­bla­ba con fa­ci­li­dad el in­glés y el fran­cés. En suma, dudo que hu­bie­ran us­te­des po­di­do en­con­trar a otro igual a este ten­de­ro pa­gano entre los cris­tia­nos de su clase en San Fran­cis­co. Al­gu­nas per­so­nas más había allí. Un juez de la Au­dien­cia Fe­de­ral, un ofi­cial su­pe­rior del Go­bierno, un rico co­mer­cian­te y un edi­tor. Luego que hu­bi­mos be­bi­do nues­tro te y pro­ba­do al­gu­nos dul­ces de un ar­tís­ti­co ja­rrón, Hop-Sing se le­van­tó, y ha­cien­do gra­ve­men­te seña de que lo si­guié­ra­mos, in­dí­co­nos que ba­já­se­mos al só­tano con él. Una vez allí, nos sor­pren­dió verlo bri­llan­te­men­te ilu­mi­na­do y con al­gu­nas si­llas dis­pues­tas en círcu­lo sobre el liso pa­vi­men­to. Des­pués que nos hubo hecho sen­tar, dijo ce­re­mo­nio­sa­men­te:

—He in­vi­ta­do a us­te­des a pre­sen­ciar un es­pec­tácu­lo que puedo ase­gu­rar­les que jamás ex­tran­je­ro al­guno habrá visto, fuera de us­te­des. El pres­ti­di­gi­ta­dor de la corte, De-Hin­chú, llegó ayer ma­ña­na. Nunca ha dado fun­ción fuera del pa­la­cio; sin em­bar­go, le he pe­di­do que di­vir­tie­ra a mis ami­gos esta noche y ha ac­ce­di­do gus­to­so. Para sus jue­gos no ne­ce­si­ta de tea­tro, ta­blas, ac­ce­so­rios, ni au­xi­liar al­guno, sino sólo de lo que aquí se ve. Re­co­noz­can, se­ño­res, y exa­mi­nen el te­rreno por sí mis­mos.

Como es na­tu­ral, fui­mos a exa­mi­nar aque­llo. Era el piso bajo usual, o sea el de los só­ta­nos en los al­ma­ce­nes de San Fran­cis­co, as­fal­ta­do, para evi­tar la hu­me­dad. Gol­pea­mos el pa­vi­men­to con nues­tros bas­to­nes y tan­tea­mos las pa­re­des para com­pla­cer a nues­tro po­lí­ti­co hués­ped, no por otro mo­ti­vo, pues es­tá­ba­mos del todo con­for­mes en ser víc­ti­mas de cual­quier dies­tro ma­ne­jo. De mí se decir que me sen­tía dis­pues­to a de­jar­me en­ga­ñar, y si me hu­bie­sen ofre­ci­do una ex­pli­ca­ción de lo que si­guió, pro­ba­ble­men­te la hu­bie­ra ex­cu­sa­do.

Estoy con­ven­ci­do de que, en con­jun­to, la fun­ción de De-Hin­chú era la pri­me­ra de su es­pe­cie dada en tie­rra ame­ri­ca­na; sin em­bar­go, como se­gu­ra­men­te se habrá hecho desde en­ton­ces tan fa­mi­liar a al­guno de mis lec­to­res, creo no seré enojo­so al in­sis­tir sobre ella. Em­pe­zó por echar al vuelo, con ayuda de su aba­ni­co, un nu­me­ro­so en­jam­bre de ma­ri­po­sas, he­chas a nues­tra vista de pe­que­ños pe­da­ci­tos de papel de seda, y las man­tu­vo en el aire du­ran­te el resto de la se­sión. Por cier­to que el juez probó de aga­rrar una, que se había pa­ra­do en su ro­di­lla, y es­ca­pó­se­le con la li­ge­re­za de un le­pi­dóp­te­ro de ver­dad. Y al mismo tiem­po De-Hin­chú, ma­ne­jan­do to­da­vía su aba­ni­co, sa­ca­ba ga­lli­nas de som­bre­ros, es­ca­mo­tea­ba na­ran­jas, ex­traía yar­das de seda sin fin, de sus man­gas, y lle­na­ba la su­per­fi­cie del só­tano de gé­ne­ros que bro­ta­ban mis­te­rio­sa­men­te del suelo, de su pro­pio ves­ti­do, de la nada. Se tragó cu­chi­llos en me­nos­ca­bo de su di­ges­tión por mu­chos años ve­ni­de­ros; des­co­yun­tó todos los miem­bros de su cuer­po y se re­cos­tó en el aire, como des­can­san­do en el éter. Pero la suer­te que co­ro­nó la fun­ción, y que hasta ahora no he visto re­pe­ti­da, fue la más sor­pren­den­te, fan­tás­ti­ca y mis­te­rio­sa. Es mi apo­lo­gía por este largo preám­bu­lo, mi sola ex­cu­sa para es­cri­bir esta na­rra­ción, el gé­ne­sis de este ve­rí­di­co re­la­to.

En un mo­men­to, des­pe­jó el te­rreno de los ob­je­tos que es­tor­ba­ban, y luego nos in­vi­tó a todos a le­van­tar­nos y exa­mi­nar­lo nue­va­men­te. Hi­cí­mos­lo con gra­ve­dad; nada no­ta­mos sino el as­fal­ta­do pa­vi­men­to. Des­pués pidió que le pres­ta­ran un pa­ñue­lo, y como por ca­sua­li­dad me en­con­tra­ba yo más cerca de él le ofre­cí el mío. To­mo­lo en sus manos y ex­ten­dio­lo abier­to en el suelo, des­ple­gó sobre él un gran cua­dro de seda, y sobre éste, de nuevo, un gran chal, que cu­bría casi todo el te­rreno libre. Si­tuo­se des­pués en uno de los vér­ti­ces de este rec­tán­gu­lo, y prin­ci­pió un canto mo­nó­tono, me­cién­do­se de aquí para allá al com­pás de una lú­gu­bre me­lo­día. Es­pe­ra­mos in­mó­vi­les, y, do­mi­nan­do el canto, oía­mos las cam­pa­nas de los re­lo­jes de la ciu­dad, y las sa­cu­di­das de un carro que ro­da­ba por la calle sobre nues­tras ca­be­zas. La in­quie­ta ex­pec­ta­ción; la opaca y mis­te­rio­sa media luz del só­tano, cer­nién­do­se de una ma­ne­ra fan­tás­ti­ca sobre el bulto dis­for­me de una dei­dad china en el fondo; el som­no­lien­to aroma del opio mez­cla­do con el olor de es­pe­cias y la in­cer­ti­dum­bre de lo que real­men­te es­tá­ba­mos es­pe­ran­do, nos so­bre­co­gían con es­tre­me­ci­mien­tos de ins­tin­ti­vo temor: nos mi­rá­ba­mos unos a otros con for­za­da son­ri­sa. El ma­les­tar llegó a su colmo cuan­do Hop-Sing, le­van­tán­do­se des­pa­cio, se­ña­ló con el dedo el cen­tro del chal, sin decir la menor pa­la­bra.

¡Había algo de­ba­jo del chal! Y algo que antes no es­ta­ba allí; al prin­ci­pio, un im­per­cep­ti­ble re­lie­ve, de con­tor­nos in­de­fi­ni­dos, pero cre­cien­do más y más dis­tin­to y vi­si­ble a cada ins­tan­te que pa­sa­ba. El canto con­ti­nua­ba aún; el sudor co­men­za­ba a co­rrer por la cara del can­tor; por mo­men­tos el es­con­di­do ob­je­to iba ad­qui­rien­do forma y cuer­po, que ele­va­ba el chal en su cen­tro unas cuan­tas pul­ga­das del suelo. Era ya in­du­da­ble­men­te el con­torno de un pe­que­ño pero per­fec­to cuer­po hu­mano con los bra­zos y pier­nas abier­tos. Pa­li­de­ci­mos y nos sen­tía­mos in­quie­tos; al fin, el edi­tor rom­pió el si­len­cio con un chis­te que, por pobre que fuera, re­ci­bi­mos con es­pon­tá­nea ale­gría. Cesó de re­pen­te el canto, y De-Hin­chú, con un rá­pi­do y dies­tro mo­vi­mien­to, arre­ba­tó chal y seda, y des­cu­brió, dur­mien­do pa­cí­fi­ca­men­te sobre mi pa­ñue­lo, un di­mi­nu­to arra­pie­zo.

El es­tre­pi­to­so aplau­so que si­guió a este des­cu­bri­mien­to de­bie­ron dejar sa­tis­fe­cho a De-Hin­chú, aun cuan­do era re­du­ci­do su au­di­to­rio; por lo menos, fue bas­tan­te rui­do­so para des­per­tar a la cria­tu­ra, un bo­ni­to niño de cosa de un año de edad, que pa­re­cía una es­ta­tui­ta de Cu­pi­do. Fue arre­ba­ta­do casi tan mis­te­rio­sa­men­te como había apa­re­ci­do. Cuan­do Hop-Sing me de­vol­vió, con un sa­lu­do, mi pa­ñue­lo, le pre­gun­té si el pres­ti­di­gi­ta­dor era padre del tierno in­fan­te.

—¡Quién sabe!—dijo el im­pa­si­ble Hop-Sing, re­cu­rrien­do a esa fór­mu­la es­pa­ño­la de ambigüedad tan común en Ca­li­for­nia.

—¿Pero tiene una cria­tu­ra nueva para cada fun­ción?—re­pu­se.

—¡Acaso! ¿Quién sabe?

—¿Pero qué será de éste?

—Lo que us­te­des quie­ran, se­ño­res—re­pli­có Hop-Sing, ha­cien­do una cor­tés re­ve­ren­cia.—Nació aquí; us­te­des son sus pa­dri­nos.

Por aque­lla época en que co­rría el año 1856, dos par­ti­cu­la­ri­da­des ca­rac­te­ri­za­ban a la so­cie­dad ca­li­for­nia­na. Estar pron­ta a com­pren­der una in­di­rec­ta y ma­ni­fes­tar­se ge­ne­ro­sa hasta la pro­di­ga­li­dad en cual­quier lla­ma­mien­to al­truis­ta. Por sór­di­do y avaro que el in­di­vi­duo fuera, no podía re­sis­tir tan im­pe­rio­sa in­fluen­cia. Así es que doblé las pun­tas de mi pa­ñue­lo con­vir­tién­do­lo en un saco, dejé caer den­tro una mo­ne­da, y, sin decir pa­la­bra, lo pasé al juez, quien aña­dió sen­ci­lla­men­te otra mo­ne­da de oro de vein­te pesos y la pasó a su ve­cino; cuan­do el pa­ñue­lo vol­vió a mis manos con­te­nía una can­ti­dad res­pe­ta­ble que en­tre­gué in­me­dia­ta­men­te a Hop-Sing.

—Para el re­cién na­ci­do, de parte de sus pa­dri­nos.

—¿Pero qué nom­bre le da­re­mos?—dijo el juez.

Con un de­rro­che de alu­si­va eru­di­ción, hubo un ti­ro­teo de Erebo, Nox, Pla­tón, Te­rra­co­ta, Anteo, etc., etc. Por úl­ti­mo, de­ja­mos que de­ci­die­ra nues­tro hués­ped la cues­tión.

—¿No ha na­ci­do de De-Hin­chú? ¿Pues por qué no darle su pro­pio nom­bre?—dijo tran­qui­la­men­te.

Y así se hizo.

De este modo nació De-Hin­chú en esta ve­rí­di­ca cró­ni­ca, en la noche del vier­nes 5 de marzo de 1856.

Aca­ba­ba de en­trar en pren­sa la úl­ti­ma pá­gi­na de La Es­tre­lla del Norte de 19 de julio de 1865, única pu­bli­ca­ción dia­ria edi­ta­da en Kla­math County, y a las tres de la ma­ña­na de­ja­ba yo a un lado mis ma­nus­cri­tos y prue­bas, pre­pa­rán­do­me para irme a casa, cuan­do de­ba­jo de al­gu­nas hojas de papel que se­pa­ra­ba, des­cu­brí una carta. No lle­va­ba sello al­guno de co­rreo y el sobre es­ta­ba algo sucio, pero no me fue di­fí­cil re­co­no­cer la letra de Hop-Sing, mi an­ti­guo amigo. Abri­lo apre­su­ra­da­men­te y leí lo si­guien­te:

 «Dis­tin­gui­do amigo: No sé si el dador le con­ven­drá para el cargo de dia­blo en su dia­rio; si esta plaza no es pu­ra­men­te del ofi­cio, creo que reúne todas las cua­li­da­des ape­te­ci­bles. Es ac­ti­vo, listo e in­te­li­gen­te; com­pren­de el in­glés mejor que lo habla, y es capaz de com­pen­sar cual­quier de­fec­to con el há­bi­to de ob­ser­va­ción y su es­pí­ri­tu imi­ta­ti­vo. No hay más que en­se­ñar­le una vez cómo se hace una cosa y la re­pe­ti­rá, sea buena o mala. Pero ya le co­no­ce, usted es uno de sus pa­dri­nos; es De-Hin­chú, el hijo pu­tati­vo del pres­ti­di­gi­ta­dor De-Hin­chú, a cuyas re­pre­sen­ta­cio­nes tuve el honor de in­vi­tar­le; aun­que quizá ol­vi­da­do ya.

»Pro­cu­ra­ré man­dar­lo con una par­ti­da de culis a Sto­ck­town y de allí por ex­pre­so a esa ciu­dad. Me hará gran­dí­si­mo favor si puede uti­li­zar­lo aquí y pro­ba­ble­men­te le sal­va­rá la vida, que en la ac­tua­li­dad está ame­na­za­da, gra­cias a los miem­bros más jó­ve­nes de su cris­tia­na y al­ta­men­te ci­vi­li­za­da raza, que asis­ten en San Fran­cis­co a los mo­der­nos e ins­truc­ti­vos co­le­gios.

»Está muy ver­sa­do en el ejer­ci­cio de la pro­fe­sión De-Hin­chú, que si­guió por al­gu­nos años, hasta que se hizo so­bra­do gran­de para en­trar en la manga de su padre, o bai­lar en un som­bre­ro. El di­ne­ro que tan ge­ne­ro­sa­men­te le fue en­tre­ga­do lo he gas­ta­do en su edu­ca­ción; ha leído de cabo a rabo los Clá­si­cos, pero creo que sin gran pro­ve­cho: sabe poco de Lao-Tsé y ab­so­lu­ta­men­te nada de Con­fu­cio. Ade­más, por des­cui­do de su padre, se aso­ció, tal vez de­ma­sia­do, con niños ame­ri­ca­nos.

»Era mi in­ten­ción con­tes­tar antes por co­rreo a su carta; pero he pen­sa­do que el mismo De-Hin­chú podía ser el por­ta­dor de la mi­si­va.

»Su amigo y res­pe­tuo­so ser­vi­dor,

Hop-Sing.»

En tales tér­mi­nos con­tes­tó Hop-Sing a mi carta. Pero, ¿dónde es­ta­ba el por­ta­dor? ¿Por qué arte mis­te­rio­so fue en­tre­ga­da? Con­sul­té in­me­dia­ta­men­te con el apren­diz, los im­pre­so­res y el re­gen­te, pero no saqué nada en claro; nadie había visto la carta, ni sabía cosa al­gu­na del que la trajo. Pocos días des­pués re­ci­bí la vi­si­ta de Ah-Ri, el la­van­de­ro.

—¿Usted que­rer dia­blo? Bueno; yo tomar él.

Mo­men­tos des­pués, vol­vió con un niño chino, listo en apa­rien­cia, cuyo as­pec­to in­te­li­gen­te me hizo tan buena im­pre­sión que lo con­tra­té en se­gui­da. Cuan­do es­tu­vo ce­rra­do el trato, le pre­gun­té su nom­bre.

—De-Hin­chú—dijo el mu­cha­cho.

—Pero, ¿eres tú el niño en­via­do por Hop-Sing? ¿Cómo dia­blos no has ve­ni­do hasta ahora? ¿Cómo has en­tre­ga­do la carta?

De-Hin­chú me miró con una son­ri­sa.

—Yo tirar parte arri­ba ven­ta­na.

No lo com­pren­día. Me miró por un mo­men­to per­ple­jo, y luego, arran­cán­do­me la carta de la mano se des­li­zó rá­pi­da­men­te por la es­ca­le­ra. Al cabo de un mo­men­to, con gran sor­pre­sa mía, la carta entró vo­lan­do por la ven­ta­na, dio dos veces la vuel­ta por la ha­bi­ta­ción y luego se posó sua­ve­men­te como un pá­ja­ro sobre mi es­cri­to­rio. No re­pues­to aún de la sor­pre­sa, De-Hin­chú re­apa­re­ció, son­rién­do­se, miró la carta, luego me miró a mí, y ex­cla­mó:

—Así, hom­bre.

Y no aña­dió una pa­la­bra más. Este fue su pri­mer acto ofi­cial.

La ha­za­ña que voy a re­la­tar, sien­to tener que de­cir­lo, no tuvo un éxito igual­men­te pla­cen­te­ro. Uno de nues­tros ha­bi­tua­les re­par­ti­do­res cayó en­fer­mo, y en el apuro se mandó a De-Hin­chú que desem­pe­ña­se in­te­ri­na­men­te sus fun­cio­nes. Con ob­je­to de evi­tar equi­vo­ca­cio­nes, la noche an­te­rior le en­se­ña­ron la ruta, y al ama­ne­cer le en­tre­ga­ron el nú­me­ro or­di­na­rio de ejem­pla­res para re­par­tir. Al cabo de una hora vol­vió de buen humor y sin los pe­rió­di­cos, di­cien­do que es­ta­ban ya todos en poder de los subs­crip­to­res.

Pero, por des­gra­cia para De-Hin­chú, a cosa de las ocho de la noche, em­pe­za­ron a lle­gar a la re­dac­ción subs­crip­to­res con in­dig­na­da faz. Ha­bían re­ci­bi­do sus ejem­pla­res; pero, ¿de qué modo? Pa­san­do a tra­vés del vi­drio de las ven­ta­nas, en forma de balas de cañón fuer­te­men­te com­pri­mi­das, dán­do­les de lleno en la cara, como una pe­lo­ta del juego de foot­ball si por ca­sua­li­dad se en­con­tra­ban aso­ma­dos; por cuar­tas par­tes, me­ti­das por ven­ta­nas dis­tin­tas; in­clu­so los ha­bían en­con­tra­do en la chi­me­nea, cla­va­dos con­tra la puer­ta, en las ven­ta­nas de las buhar­di­llas, en los te­rra­dos, em­bu­ti­dos en los ven­ti­la­do­res, in­tro­du­ci­dos en forma de arro­lla­das ce­ri­llas por el ojo de la ce­rra­du­ra, y anega­dos en los ja­rros con la leche ma­ti­nal. Uno de aque­llos fu­ri­bun­dos subs­crip­to­res que es­pe­ró algún tiem­po a la puer­ta de la re­dac­ción, al efec­to de tener una en­tre­vis­ta per­so­nal con De-Hin­chú (a la sazón, para mayor se­gu­ri­dad, en­ce­rra­do bajo llave en mi ha­bi­ta­ción), dí­jo­me con lá­gri­mas de rabia en los ojos, que a las cinco le había des­per­ta­do una gri­te­ría ho­rri­ble de­ba­jo de sus ven­ta­nas; que al le­van­tar­se, muy agi­ta­do, de­jo­le es­tu­pe­fac­to la apa­ri­ción re­pen­ti­na de La Es­tre­lla del Norte, y do­bla­da en forma de boo­me­rang, o sea ca­chi­po­rra de la India Orien­tal, y fuer­te­men­te arro­lla­da, que entró dis­pa­ra­da por la ven­ta­na, des­cri­bió en el cuar­to un nú­me­ro in­fi­ni­to de círcu­los, echó la luz por tie­rra, dio un ca­che­te en la cara al niño, le sa­cu­dió a él en la me­ji­lla y luego salió por la ven­ta­na opues­ta y cayó, fi­nal­men­te, en el patio, falto de im­pul­so. Du­ran­te el resto del día, apa­re­cie­ron en la re­dac­ción los ejem­pla­res de La Es­tre­lla del Norte de la edi­ción de aque­lla ma­ña­na, en frag­men­tos de papel su­cios y es­tru­ja­dos que traía in­dig­na­da la sus­crip­ción. De aquel modo se per­dió tam­bién un ad­mi­ra­ble ar­tícu­lo sobre «Los re­cur­sos de Hum­boldt County» que había yo com­pues­to la noche antes, y que, sin duda al­gu­na, hu­bie­ra cam­bia­do el as­pec­to de los ne­go­cios del año si­guien­te y lle­va­do a la ban­ca­rro­ta a los mue­lles de San Fran­cis­co.

Por tal mo­ti­vo se juzgó que debía man­te­ner­se en­ce­rra­do a De-Hin­chú en la im­pren­ta re­du­cién­do­lo a la parte pu­ra­men­te me­cá­ni­ca del ofi­cio. Allí, en poco tiem­po, desa­rro­lló ma­ra­vi­llo­sa ac­ti­vi­dad y ap­ti­tud, gran­jeán­do­se, al fin, el favor y buena vo­lun­tad de los im­pre­so­res y del re­gen­te, que al prin­ci­pio te­nían como de la mayor gra­ve­dad y tras­cen­den­cia po­lí­ti­ca su ini­cia­ción en los se­cre­tos del arte de Gut­tem­berg. Muy pron­to apren­dió a com­po­ner los tipos, ayu­dán­do­lo en la ope­ra­ción me­cá­ni­ca su ex­tra­or­di­na­ria des­tre­za en la pres­ti­di­gi­ta­ción; su ig­no­ran­cia del idio­ma pa­re­cía serle más fa­vo­ra­ble que per­ju­di­cial, ase­ve­ran­do el axio­ma de im­pre­sor, de que el ca­jis­ta que sigue las ideas del ori­gi­nal, es un pé­si­mo ope­ra­rio. A me­nu­do y de­li­be­ra­da­men­te, so­lían darle lar­gas dia­tri­bas con­tra él mismo, que sus com­pa­ñe­ros de tra­ba­jo col­ga­ban del gan­cho de su caja como ori­gi­nal, pa­sán­do­le inad­ver­ti­das fra­ses tan la­có­ni­cas como éstas: «De-Hin­chú es hijo del mis­mí­si­mo dia­blo», «De-Hin­chú es un bri­bón ama­ri­llo», y me traía aún la prue­ba tan con­ten­to, bri­llan­do sus ojos y sa­can­do a re­lu­cir sus dien­tes con una son­ri­sa de sa­tis­fac­ción.

No pasó, sin em­bar­go, mucho tiem­po sin que se des­qui­ta­ra de sus ma­lé­vo­los per­se­gui­do­res, y una vez es­tu­vo en un tris de que sus re­pre­sa­lias me en­vol­vie­ran en un serio dis­gus­to. El re­gen­te de la im­pren­ta se lla­ma­ba Webs­ter, y De-Hin­chú pron­to apren­dió a re­co­no­cer al in­di­vi­duo y las le­tras com­bi­na­das de su ape­lli­do. En lo más re­ñi­do de una cam­pa­ña po­lí­ti­ca, el elo­cuen­te y fo­go­so co­ro­nel Ar­man­do, de Sisk­yon, había hecho un dis­cur­so sen­sa­cio­nal que fue es­pe­cial­men­te ta­qui­gra­fia­do para La Es­tre­lla del Norte. En el trans­cur­so de la pe­ro­ra­ción, el co­ro­nel Ar­man­do había dicho: «yo, como el su­bli­me Webs­ter, re­pe­ti­ré…» y aquí se­guía la cita que no re­cuer­do ahora. Pues bien, De-Hin­chú, mi­ran­do ca­sual­men­te la ga­le­ra, des­pués de re­vi­sa­do el dis­cur­so, vio el nom­bre de su prin­ci­pal per­se­gui­dor, y como es na­tu­ral, ima­gi­nó que era de él la frase que se trans­cri­bía. Una vez el molde en pren­sa, De-Hin­chú apro­ve­chó la au­sen­cia de Webs­ter para qui­tar la cita y sus­ti­tuir­la con una del­ga­da ti­ri­ta de plomo del mismo ta­ma­ño del tipo, gra­ba­da con ca­rac­te­res chi­nos, for­man­do una frase que, según creo, era una de­ni­gran­te y com­ple­ta de­cla­ra­ción de la in­ca­pa­ci­dad y re­pug­nan­cia de aquel fun­cio­na­rio, acom­pa­ña­da, en cam­bio, de una cláu­su­la lau­da­to­ria de su pro­pia per­so­na­li­dad.

A la ma­ña­na si­guien­te, el pe­rió­di­co con­te­nía ín­te­gro el dis­cur­so del co­ro­nel Ar­man­do, en el que se leía que el su­bli­me Webs­ter, en cier­ta oca­sión, había ex­pre­sa­do sus pen­sa­mien­tos en un chino ex­ce­len­te pero del todo in­com­pren­si­ble. La rabia del co­ro­nel Ar­man­do no tuvo lí­mi­tes. Tengo un vivo re­cuer­do de cuan­do aquel hom­bre y ora­dor ad­mi­ra­ble entró en mi des­pa­cho y me pidió una re­trac­ta­ción del aser­to es­tam­pa­do.

—Pero señor de mi alma—le dije:—¿Está usted pron­to a negar bajo su firma que Webs­ter haya pro­nun­cia­do se­me­jan­te frase? ¿Se atre­ve­rá usted a negar que, entre los no­to­rios co­no­ci­mien­tos de Webs­ter, no es­ta­ba com­pren­di­do el idio­ma de los hijos del ce­les­te im­pe­rio? ¿Quie­re usted so­me­ter una tra­duc­ción ade­cua­da a nues­tros lec­to­res y negar bajo pa­la­bra de honor, que el gran Webs­ter haya ex­pre­sa­do jamás tales con­cep­tos? Si lo des­de­ña, ca­ba­lle­ro, estoy pron­to a pu­bli­car su ré­pli­ca.

El pun­do­no­ro­so mi­li­tar no lo quiso, pero se mar­chó in­dig­na­do. En cuan­to a Webs­ter, el re­gen­te, lo tomó con más san­gre fría: fe­liz­men­te ig­no­ra­ba que du­ran­te dos días los chi­nos de los la­va­de­ros, de las mi­ne­rías, de las co­ci­nas, mi­ra­ban por la puer­ta de los ta­lle­res con la cara ra­dian­te de ma­li­cia; in­clu­so que nos hi­cie­ron un pe­di­do de tres­cien­tos ejem­pla­res suel­tos de La Es­tre­lla del Norte, para los la­va­de­ros de la po­bla­ción. Tan sólo ob­ser­vó que du­ran­te el día a De-Hin­chú, de vez en cuan­do, le ata­ca­ban es­pas­mos con­vul­si­vos, que se vio obli­ga­do a re­pri­mir dán­do­le de pun­ta­piés y otros ar­gu­men­tos con­tun­den­tes. Al­gu­nos días des­pués del su­ce­so, llamé a mi pre­sen­cia a De-Hin­chú.

—De-Hin­chú—dije con gra­ve­dad,—qui­sie­ra que para mi pro­pia sa­tis­fac­ción me tra­du­je­ras aque­lla frase china que mi pri­vi­le­gia­do com­pa­trio­ta, el di­vino Webs­ter, pro­nun­ció pú­bli­ca­men­te en cier­ta so­lem­ne oca­sión.

Mi­ro­me el chino fi­ja­men­te y sus ne­gros ojos cen­te­llea­ron.

Des­pués con­tes­tó gra­ve­men­te.

—Señor, Webs­ter dice:—Niño chino hacer yo muy tonto. Niño chino hacer mi muy en­fer­mo.

Sin em­bar­go, temo que esté re­tra­tan­do una parte y no la mejor del ca­rác­ter de De-Hin­chú. Según me re­fi­rió, había sido la suya una vida muy dura y ac­ci­den­ta­da. No co­no­ció la niñez ni tenía no­ti­cia de sus pa­dres. Edu­co­lo el pres­ti­di­gi­ta­dor De-Hin­chú, pa­san­do los siete pri­me­ros años de su vida sa­lien­do de ces­tos, ca­yén­do­se de som­bre­ros, su­bien­do por es­ca­las y dis­lo­can­do sus tier­nos miem­bros a fuer­za de co­lo­car­se en vio­len­tas ac­ti­tu­des. Cria­do en una at­mós­fe­ra de en­ga­ño y ar­ti­fi­cio, con­si­de­ra­ba a los hom­bres como pe­ren­nes víc­ti­mas de sus sen­ti­dos; en fin, si hu­bie­se pen­sa­do algo más, para su edad hu­bie­ra sido un cí­ni­co; con unos años más ha­bría sido un es­cép­ti­co, y más tarde, cuan­do viejo, hu­bie­se lle­ga­do a fi­ló­so­fo. A la sazón era un dia­ble­jo: ¡un dia­ble­jo bien hu­mo­ra­do, es ver­dad! dia­ble­jo cuya na­tu­ra­le­za moral nadie mo­de­ló, un dia­ble­jo en huel­ga, dis­pues­to a adop­tar la vir­tud como un en­tre­te­ni­mien­to. Que yo sepa, no tenía con­cien­cia de su alma; era muy su­pers­ti­cio­so; lle­va­ba con­si­go un ho­rri­ble dios de por­ce­la­na, pe­que­ño, al que tenía cos­tum­bre de in­sul­tar o de in­vo­car, según creía pro­ce­den­te. Ade­más, era de­ma­sia­do in­te­li­gen­te para se­guir los vi­cios or­di­na­rios chi­nos de robar, o de men­tir me­cá­ni­ca­men­te. Sea cual fuere la doc­tri­na que prac­ti­ca­se, no tenía otro guía que su razón.

Opino que no le fal­ta­ba sen­si­bi­li­dad, aun­que era casi im­po­si­ble al­can­zar de él ex­pre­sión al­gu­na que la diera a co­no­cer, y debo con­fe­sar en con­cien­cia, que tenía apego a los que eran bue­nos para con él. Di­fí­cil sería de­ter­mi­nar a qué po­dría haber lle­ga­do en con­di­cio­nes más fa­vo­ra­bles que las de es­cla­vo de un pe­rio­dis­ta poco re­tri­bui­do y abru­ma­do de tra­ba­jo; so­la­men­te sé que re­ci­bía las es­ca­sas e irre­gu­la­res mues­tras de bon­dad que le con­ce­día con suma gra­ti­tud. Leal y pa­cien­te, po­seía dos cua­li­da­des de que ca­re­cen la ge­ne­ra­li­dad de los cria­dos ame­ri­ca­nos. Mi per­so­na le había ins­pi­ra­do siem­pre grave de­fe­ren­cia y res­pe­to; so­la­men­te una vez, des­pués de pro­vo­car­lo, re­cuer­do que dio mues­tras de al­gu­na im­pa­cien­cia. Por la noche, cuan­do me re­ti­ra­ba del des­pa­cho, solía lle­vár­me­lo a mis ha­bi­ta­cio­nes, para que me sir­vie­ra de por­ta­dor de cual­quier adi­ción o pen­sa­mien­to feliz que pu­die­ra ocu­rrír­se­me antes de que pa­sa­ran las cuar­ti­llas a la im­pren­ta. Re­cuer­do que una vez había es­ta­do yo bo­rro­nean­do papel hasta mucho más tarde de la hora a que acos­tum­bra­ba a des­pe­dir a De-Hin­chú, y ha­bía­se­me ol­vi­da­do com­ple­ta­men­te su pre­sen­cia en la silla al lado de la puer­ta, cuan­do de pron­to llegó a mis oídos una voz en tono que­jum­bro­so, que decía:

—Chy­lee.

Vol­vi­me ma­qui­nal­men­te.

—¿Qué dices?

—¡Yo decir: Chy­lee!

—¿Y qué?—dije con im­pa­cien­cia.

—Usted saber, ¿cómo está, John?

—Sí.

—Usted saber, ¿tanto tiem­po John?

—Sí.

—¡Bueno, pues; Chy­lee! ¡es lo mismo!

Lo com­pren­dí cla­ra­men­te. De-Hin­chú desea­ba acos­tar­se y se valía de aque­lla pa­la­bra para dar las bue­nas no­ches. Sin em­bar­go, un ins­tin­to de pi­car­día que po­seía yo lo mismo que él, me im­pe­lió a obrar como si no com­pren­die­ra la in­di­rec­ta; mur­mu­ré algo en este sen­ti­do, y me in­cli­né otra vez sobre mis pa­pe­les. A los pocos mi­nu­tos oí que sus sue­las de ma­de­ra pa­ta­lea­ban sobre el en­ta­ri­ma­do. Mi­re­lo: es­ta­ba junto a la puer­ta, de pie.

—¿Usted no saber, Chy­lee?

—No—dije con fin­gi­da se­rie­dad.

—¡Usted ser mucho gran­de tonto! ¡Todo igual!

Y se largó, asus­ta­do por su pro­pia au­da­cia.

No obs­tan­te, a la ma­ña­na si­guien­te, apa­re­ció como siem­pre, dócil y su­mi­so, y no le re­cor­dé su de­fec­ción. Pro­ba­ble­men­te, como ofren­da de paz, lim­pió todas mis botas, deber que nunca le había exi­gi­do, in­clu­yó en el ob­se­quio un par de za­pa­tos y unas in­men­sas botas de mon­tar, todo de piel de ante, sobre las cua­les tuvo oca­sión de ex­piar du­ran­te dos horas sus re­mor­di­mien­tos.

He ha­bla­do de su hon­ra­dez como cua­li­dad más in­te­li­gen­te que moral, pero re­cuer­do dos ex­cep­cio­nes. Para cam­biar la pe­sa­da ali­men­ta­ción usual de los pue­blos mi­ne­ros, desea­ba yo comer hue­vos fres­cos, y sa­bien­do que los pai­sa­nos de De-Hin­chú eran ce­le­bra­dos por sus cria­de­ros de aves de co­rral, me di­ri­gí a él con tal fin. Cada día me trajo hue­vos, pero se negó a re­ci­bir paga de nin­gu­na es­pe­cie, di­cien­do que el hom­bre no los ven­día, ejem­plo ex­tra­or­di­na­rio de ab­ne­ga­ción, pues los hue­vos va­lían en­ton­ces medio peso cada uno. Una ma­ña­na, mi ve­cino Fors­ter, hí­zo­me du­ran­te el al­muer­zo una vi­si­ta, y con esta oca­sión la­men­tó su mala suer­te, pues sus ga­lli­nas ha­bían ce­sa­do de poner, o bien él no sabía dar con los nida­les. De-Hin­chú que es­ta­ba pre­sen­te du­ran­te nues­tro co­lo­quio, con­ser­vó el grave y ca­rac­te­rís­ti­co si­len­cio de cos­tum­bre. Pero cuan­do mi ve­cino se hubo mar­cha­do, se vol­vió hacia mí, con una li­ge­ra risa, di­cien­do:

—Ga­lli­nas de Flos­tel, ga­lli­nas de De-Hin­chú, todo es igual.

Des­pués, en una tem­po­ra­da de gran­des irre­gu­la­ri­da­des en los co­rreos, De-Hin­chú me había oído de­plo­rar los re­tar­dos en la en­tre­ga de mi co­rres­pon­den­cia. Un día, al lle­gar a mi des­pa­cho, me sor­pren­dí de en­con­trar la mesa cu­bier­ta de car­tas, aca­ba­das de lle­gar por el co­rreo, pero des­gra­cia­da­men­te nin­gu­na de ellas lle­va­ba mi di­rec­ción. Vol­vi­me hacia De-Hin­chú, que las es­ta­ba con­tem­plan­do tran­qui­la­men­te sa­tis­fe­cho y le pedí una acla­ra­ción. Se­ña­ló a mis ojos es­pan­ta­dos un saco de co­rreos, vacío en un rin­cón, y dijo:

—Car­te­ro dice siem­pre: ¡No hay car­tas, John, no hay car­tas, John! ¡Car­te­ro mucho men­tir! Car­te­ro ser inú­til. ¡Yo ano­che tomar saco de car­tas, todo igual!

Por for­tu­na, era aún tem­prano y no ha­bían hecho el re­par­to; tuve una pre­ci­pi­ta­da en­tre­vis­ta con el jefe de Co­rreos sobre el atre­vi­do aten­ta­do de De-Hin­chú, al robar la co­rres­pon­den­cia de la Unión. Con la com­pra de un nuevo saco de co­rreos, quedó sol­ven­ta­do el asun­to.

Cuan­do volví a San Fran­cis­co, des­pués de co­la­bo­rar du­ran­te dos años en La Es­tre­lla del Norte, hu­bie­se po­di­do dar por ter­mi­na­da mi mi­sión, lle­ván­do­lo con­mi­go a De-Hin­chú, si no lo hu­bie­se im­pe­di­do el pro­fun­do ca­ri­ño que le pro­fe­sa­ba. Ade­más, no creo que hu­bie­se visto con gusto el cam­bio, y lo atri­buí a un temor ner­vio­so de la aglo­me­ra­ción de gente, pues cuan­do tenía que cru­zar la ciu­dad para algún re­ca­do, daba un gran rodeo por los ba­rrios ex­tre­mos. Lo atri­buí tam­bién al ho­rror de la dis­ci­pli­na del co­le­gio an­glo­chino, al cual me pro­pu­se en­viar­lo; a su ca­ri­ño por la vida libre y va­ga­bun­da de las minas, o a mera in­cli­na­ción na­tu­ral. Hasta mucho tiem­po des­pués, no se me ocu­rrió que fuera por pre­sen­ti­mien­to.

Pa­re­cía haber lle­ga­do ya la oca­sión que tanto es­pe­ra­ba y an­he­la­ba. Podía co­lo­car a De-Hin­chú, bajo in­fluen­cias sua­ve­men­te res­tric­ti­vas, so­me­ter­lo a una vida y en­se­ñan­za que le in­cli­na­ra al bien más que mis mal re­gu­la­das bon­da­des y cui­da­do su­per­fi­cial. De-Hin­chú in­gre­só en la es­cue­la de un mi­sio­ne­ro chino, pas­tor in­te­li­gen­te y bon­da­do­so, que había de­mos­tra­do gran in­te­rés por el chico, y quien, sobre todo, ci­fra­ba en él fir­mes es­pe­ran­zas. Aco­gio­le en su casa una pobre viuda, con una sola hija, de uno o dos años menos que De-Hin­chú. Esta cria­tu­ra, lista, ale­gre, inocen­te y sin ar­ti­fi­cio, fue la que tocó el co­ra­zón al mu­cha­cho y des­per­tó la sus­cep­ti­bi­li­dad moral que había per­ma­ne­ci­do in­sen­si­ble a los ser­mo­nes del teó­lo­go y a las en­se­ñan­zas de la so­cie­dad.

De-Hin­chú debió ser feliz aque­llos bre­ves meses, ricos en pro­me­sas que no vimos cum­pli­das. Tenía para su pe­que­ña amiga la misma su­pers­ti­cio­sa ado­ra­ción, aun­que no el mismo ca­pri­cho, que para su dios pa­gano, de por­ce­la­na. Sen­tía una inefa­ble dicha en ca­mi­nar tras de ella hasta el co­le­gio, lle­ván­do­le los li­bros, ser­vi­cio siem­pre acom­pa­ña­do de algún ca­che­te, de­bi­do a las pe­que­ñas manos de sus her­ma­nos de raza mogol. Cons­truía para ella los más ma­ra­vi­llo­sos ju­gue­tes, re­cor­ta­ba de za­naho­rias y de nabos las más sor­pren­den­tes flo­res y fi­gu­ras, hacía de pe­pi­tas de melón, ga­lli­nas como na­tu­ra­les, cons­truía aba­ni­cos y co­me­tas, y era sin­gu­lar­men­te dies­tro en cor­tar para las mu­ñe­cas fas­tuo­sos ves­ti­dos de papel. Ella, por su parte, ju­ga­ba tam­bién con él; le en­se­ña­ba can­cio­nes y lin­de­zas, diole para su tren­za una cinta ama­ri­lla, la que mejor sen­ta­ba a su color; leía­le cuen­tos y na­rra­cio­nes y lo lle­va­ba con­si­go a la clase del do­min­go; en opo­si­ción a los pre­ce­den­tes de la es­cue­la y a ma­ne­ra de las mu­je­res ma­yo­res, triun­fa­ba en esta in­no­va­ción. Sería mi deseo poder aña­dir que con­si­guió que se con­vir­tie­ra y que lo hizo aban­do­nar su ídolo de por­ce­la­na; pero estoy con­tan­do una his­to­ria ver­dad. La niña se con­ten­ta­ba con ins­pi­rar­le su cris­tia­na bon­dad, sin de­jar­le ver que es­ta­ba ya con­ver­ti­do. De modo, que hi­cie­ron muy bue­nas migas la niña cris­tia­na con su do­ra­da cruz col­gan­do de su blan­ca gar­gan­ta, y el ama­ri­llo idó­la­tra, con su ho­rri­ble dei­dad de por­ce­la­na es­con­di­do en las pro­fun­di­da­des de su ves­ti­du­ra.

El año de 1869 se re­cor­da­rá por mucho tiem­po en San Fran­cis­co; du­ran­te dos días, una turba de sus ciu­da­da­nos se arro­ja­ron sobre ex­tran­je­ros in­de­fen­sos, los ma­ta­ron por­que eran ex­tran­je­ros y de otra raza, re­li­gión y color, y por­que ofre­cían su sudor al pre­cio que po­dían ob­te­ner de él. Ma­gis­tra­dos hubo tan pu­si­lá­ni­mes, que se fi­gu­ra­ron que había lle­ga­do el fin del mundo; hubo hom­bres de Es­ta­do, emi­nen­tes, cuyos nom­bres me avergüenzo de es­cri­bir aquí, que du­da­ron de que el ar­tícu­lo de la Cons­ti­tu­ción que ga­ran­ti­za a todo ciu­da­dano ex­tran­je­ro la li­ber­tad civil y re­li­gio­sa, era un prin­ci­pio moral in­con­tro­ver­ti­ble. Sin em­bar­go, no fal­ta­ron hom­bres no tan fá­ci­les de asus­tar, y que en vein­ti­cua­tro horas arre­gla­ron las cosas de ma­ne­ra que los tí­mi­dos pu­die­ran es­tre­char­se las manos con se­gu­ri­dad, y los emi­nen­tes es­ta­dis­tas pro­fe­rir sus dudas sin dañar a nada ni a nadie. Por aque­llos días, re­ci­bí una es­que­la de Hop-Sing, ro­gán­do­me que fuese en se­gui­da a verlo.

Su al­ma­cén es­ta­ba ce­rra­do y de­fen­di­do con­tra los ata­ques po­si­bles de los re­vol­to­sos por nu­me­ro­sa po­li­cía. Hop-Sing me re­ci­bió con su ha­bi­tual e im­per­tur­ba­ble tran­qui­li­dad, pero, según me pa­re­ció, con mayor gra­ve­dad que de or­di­na­rio. Con el mayor si­len­cio, me tomó de la mano y me con­du­jo al fondo de la ha­bi­ta­ción y de allí por las es­ca­le­ras al só­tano. Reina­ba en su in­te­rior casi una com­ple­ta os­cu­ri­dad, pero se dis­tin­guía algo ten­di­do en el suelo, cu­bier­to por un chal. Cuan­do me acer­qué re­ti­ró el chal brus­ca­men­te y des­cu­brió a De-Hin­chú, el idó­la­tra, ¡ten­di­do allí exá­ni­me!

¡Muer­to, mis que­ri­dos ami­gos, muer­to!… ¡Mal­tra­ta­do hasta morir en las ca­lles de San Fran­cis­co, en el año de gra­cia de mil ocho­cien­tos se­sen­ta y nueve, por una banda de co­le­gia­les cris­tia­nos!… ¡niños de su edad!…

Con el co­ra­zón con­mo­vi­do puse mi mano sobre su pecho, sentí algo que se des­me­nu­zu­ba bajo su blusa y miré in­te­rro­ga­ti­va­men­te a mi acom­pa­ñan­te. Hop-Sing in­tro­du­jo su mano entre los plie­gues de seda, y con la única son­ri­sa de amar­gu­ra que vi jamás en el ros­tro de aquel ca­ba­lle­ro pa­gano, re­ti­ró un ob­je­to de por­ce­la­na.

Era el ídolo de De-Hin­chú, hecho tri­zas por una pie­dra de aque­llos ico­no­clas­tas cris­tia­nos.