Al abrir la carta de Hop-Sing, revoloteó hacia el suelo una tira de papel amarillo, que a primera vista me figuré cándidamente que sería la etiqueta de un paquete de sorpresas chinas, tantas eran las figuras y jeroglíficos que contenía. Había también en su interior una tira más pequeña de papel de arroz con dos caracteres exóticos, trazados con tinta china, en los que reconocí inmediatamente la tarjeta de visita de Hop-Sing. La traducción de todo aquello era la siguiente:
«Las puertas de mi casa no están cerradas para el forastero; el jarrón de arroz está a la izquierda y los dulces a la derecha de la entrada.
»El maestro dio estas dos sentencias:
»La hospitalidad es la virtud del hijo y la sabiduría de los padres.
»El cuerdo es tierno de corazón; después de recogida la cosecha, celebra una fiesta.
»Si ves al forastero en tu cercado de melones, no le observes muy de cerca; dejar de atender es, a menudo, la más alta forma de sabiduría.
»Felicidad, paz y prosperidad.—Hop-Sing.»
Me veo obligado a confesar que, después de una traducción muy libre, me encontré en grave aprieto para llevar a inmediata ejecución el mensaje que se me dirigía. Por sabios y juiciosos que fuesen los citados adagios, me quedé, como vulgarmente se dice, en ayunas, respecto a lo que quería indicarme Hop-Sing, el más sombrío de todos los humoristas, como buen filósofo chino. Por fortuna, descubrí un tercer papel, doblado en forma de esquela, conteniendo algunas palabras en inglés, escritas con letra corrida de Hop-Sing. Decían:
«Espera que honrará usted con su asistencia el número… de la calle de Sacramento, el viernes próximo a las ocho de la noche.—Hop-Sing.»
«Una taza de te a las nueve en punto.»
Eso me dio la clave de todo. Se trataba de una visita al almacén de Hop-Sing, la apertura y exposición de algunas raras curiosidades y novedades chinas, una sesión en el despacho posterior de la casa, una taza de te, de bondad desconocida fuera de estos sagrados lugares, cigarros y una visita al teatro o templo budhista. En efecto, éste era el programa favorito de Hop-Sing, cuando estaba en el ejercicio de su hospitalidad, como agente principal o superintendente de la Compañía Ning-Fu.
El día prefijado y a las ocho en punto entraba en el almacén de Hop-Sing. La casa estaba embalsamada de ese misterioso olor, agradable e indefinible, de los géneros extranjeros; veíase allí la acostumbrada exposición de objetos de apariencia rara, la interminable procesión de lozas y porcelanas, la caprichosa hermandad de lo grotesco y de lo matemáticamente acabado y exacto, las manifestaciones sin fin de la frivolidad frágil; la falta de armonía cromática, cada cosa con su coloración extraña y peculiar. Enormes cometas en forma de dragones y gigantescas mariposas; otras tan ingeniosamente dispuestas, que a intervalos lanzaban, al entrar de cara al viento, el grito del halcón; algunas tan grandes que era imposible que ningún muchacho pudiera dominarlas, tan grandes que hacían comprender el por qué en China echar los cometas es una diversión para los mayores; mitología de porcelana y bronce tan desastrosamente fea que, por la misma imposibilidad de serlo, no despertaban ni simpatía humana ni sentimiento alguno de piedad; jarros de dulce cubiertos completamente por pensamientos morales de Buda y de Confucio; sombreros que se parecían a cestos, y cestos que se parecían a sombreros; sedas tan tenues y delicadas que no me atrevo a decir el increíble número de yardas cuadradas que podrían atravesar a la vez un anillo infantil. Estos y muchos otros objetos indescriptibles me eran conocidos. Proseguí mi camino a través del almacén parcamente alumbrado, hasta llegar al despacho posterior o salón, donde encontré a Hop-Sing que me recibió con su afabilidad peculiar.
No entraré en su descripción sin que el lector ilustrado deseche de su mente toda suerte de ideas que acerca de los chinos pueda haber adquirido en obras y representaciones tendenciosas. No vestía sus piernas con festoneados calzoncillos llenos de campanillas, jamás he encontrado un chino que los llevase, no adelantaba constantemente su dedo índice extendido en ángulo recto con el cuerpo, ni siquiera lo he oído jamás proferir la misteriosa frase Ching a ring a ring chaw, ni bailaba como aquéllos a la más leve indicación. Más bien era, en conjunto, un caballero grave, decoroso y de toda respetabilidad. Su color, que se extendía por toda la cabeza hasta su larga trenza, se parecía al de un hermosísimo papel agarbanzado y lustroso, y eran sus ojos negros y penetrantes. Tenía nariz recta y delicadamente formada, la boca pequeña, los dientes menudos y limpios, y cejas inclinadas en ángulo de quince grados. Su vestido característico era una blusa de seda azul oscuro, y para la calle, en días fríos, una corta chaqueta de piel de Astrakán. En las piernas no llevaba más que unas polainas de brocado azul estrechamente ceñidas a las pantorrillas y tobillos; hubiérase dicho que aquella mañana se le había olvidado ponerse los pantalones, pero eran tan señoriles sus modales, que disimulaban por completo la pretendida falta de aquéllos. Aunque de gravedad espartana, era persona fina y hablaba con facilidad el inglés y el francés. En suma, dudo que hubieran ustedes podido encontrar a otro igual a este tendero pagano entre los cristianos de su clase en San Francisco. Algunas personas más había allí. Un juez de la Audiencia Federal, un oficial superior del Gobierno, un rico comerciante y un editor. Luego que hubimos bebido nuestro te y probado algunos dulces de un artístico jarrón, Hop-Sing se levantó, y haciendo gravemente seña de que lo siguiéramos, indíconos que bajásemos al sótano con él. Una vez allí, nos sorprendió verlo brillantemente iluminado y con algunas sillas dispuestas en círculo sobre el liso pavimento. Después que nos hubo hecho sentar, dijo ceremoniosamente:
—He invitado a ustedes a presenciar un espectáculo que puedo asegurarles que jamás extranjero alguno habrá visto, fuera de ustedes. El prestidigitador de la corte, De-Hinchú, llegó ayer mañana. Nunca ha dado función fuera del palacio; sin embargo, le he pedido que divirtiera a mis amigos esta noche y ha accedido gustoso. Para sus juegos no necesita de teatro, tablas, accesorios, ni auxiliar alguno, sino sólo de lo que aquí se ve. Reconozcan, señores, y examinen el terreno por sí mismos.
Como es natural, fuimos a examinar aquello. Era el piso bajo usual, o sea el de los sótanos en los almacenes de San Francisco, asfaltado, para evitar la humedad. Golpeamos el pavimento con nuestros bastones y tanteamos las paredes para complacer a nuestro político huésped, no por otro motivo, pues estábamos del todo conformes en ser víctimas de cualquier diestro manejo. De mí se decir que me sentía dispuesto a dejarme engañar, y si me hubiesen ofrecido una explicación de lo que siguió, probablemente la hubiera excusado.
Estoy convencido de que, en conjunto, la función de De-Hinchú era la primera de su especie dada en tierra americana; sin embargo, como seguramente se habrá hecho desde entonces tan familiar a alguno de mis lectores, creo no seré enojoso al insistir sobre ella. Empezó por echar al vuelo, con ayuda de su abanico, un numeroso enjambre de mariposas, hechas a nuestra vista de pequeños pedacitos de papel de seda, y las mantuvo en el aire durante el resto de la sesión. Por cierto que el juez probó de agarrar una, que se había parado en su rodilla, y escapósele con la ligereza de un lepidóptero de verdad. Y al mismo tiempo De-Hinchú, manejando todavía su abanico, sacaba gallinas de sombreros, escamoteaba naranjas, extraía yardas de seda sin fin, de sus mangas, y llenaba la superficie del sótano de géneros que brotaban misteriosamente del suelo, de su propio vestido, de la nada. Se tragó cuchillos en menoscabo de su digestión por muchos años venideros; descoyuntó todos los miembros de su cuerpo y se recostó en el aire, como descansando en el éter. Pero la suerte que coronó la función, y que hasta ahora no he visto repetida, fue la más sorprendente, fantástica y misteriosa. Es mi apología por este largo preámbulo, mi sola excusa para escribir esta narración, el génesis de este verídico relato.
En un momento, despejó el terreno de los objetos que estorbaban, y luego nos invitó a todos a levantarnos y examinarlo nuevamente. Hicímoslo con gravedad; nada notamos sino el asfaltado pavimento. Después pidió que le prestaran un pañuelo, y como por casualidad me encontraba yo más cerca de él le ofrecí el mío. Tomolo en sus manos y extendiolo abierto en el suelo, desplegó sobre él un gran cuadro de seda, y sobre éste, de nuevo, un gran chal, que cubría casi todo el terreno libre. Situose después en uno de los vértices de este rectángulo, y principió un canto monótono, meciéndose de aquí para allá al compás de una lúgubre melodía. Esperamos inmóviles, y, dominando el canto, oíamos las campanas de los relojes de la ciudad, y las sacudidas de un carro que rodaba por la calle sobre nuestras cabezas. La inquieta expectación; la opaca y misteriosa media luz del sótano, cerniéndose de una manera fantástica sobre el bulto disforme de una deidad china en el fondo; el somnoliento aroma del opio mezclado con el olor de especias y la incertidumbre de lo que realmente estábamos esperando, nos sobrecogían con estremecimientos de instintivo temor: nos mirábamos unos a otros con forzada sonrisa. El malestar llegó a su colmo cuando Hop-Sing, levantándose despacio, señaló con el dedo el centro del chal, sin decir la menor palabra.
¡Había algo debajo del chal! Y algo que antes no estaba allí; al principio, un imperceptible relieve, de contornos indefinidos, pero creciendo más y más distinto y visible a cada instante que pasaba. El canto continuaba aún; el sudor comenzaba a correr por la cara del cantor; por momentos el escondido objeto iba adquiriendo forma y cuerpo, que elevaba el chal en su centro unas cuantas pulgadas del suelo. Era ya indudablemente el contorno de un pequeño pero perfecto cuerpo humano con los brazos y piernas abiertos. Palidecimos y nos sentíamos inquietos; al fin, el editor rompió el silencio con un chiste que, por pobre que fuera, recibimos con espontánea alegría. Cesó de repente el canto, y De-Hinchú, con un rápido y diestro movimiento, arrebató chal y seda, y descubrió, durmiendo pacíficamente sobre mi pañuelo, un diminuto arrapiezo.
El estrepitoso aplauso que siguió a este descubrimiento debieron dejar satisfecho a De-Hinchú, aun cuando era reducido su auditorio; por lo menos, fue bastante ruidoso para despertar a la criatura, un bonito niño de cosa de un año de edad, que parecía una estatuita de Cupido. Fue arrebatado casi tan misteriosamente como había aparecido. Cuando Hop-Sing me devolvió, con un saludo, mi pañuelo, le pregunté si el prestidigitador era padre del tierno infante.
—¡Quién sabe!—dijo el impasible Hop-Sing, recurriendo a esa fórmula española de ambigüedad tan común en California.
—¿Pero tiene una criatura nueva para cada función?—repuse.
—¡Acaso! ¿Quién sabe?
—¿Pero qué será de éste?
—Lo que ustedes quieran, señores—replicó Hop-Sing, haciendo una cortés reverencia.—Nació aquí; ustedes son sus padrinos.
Por aquella época en que corría el año 1856, dos particularidades caracterizaban a la sociedad californiana. Estar pronta a comprender una indirecta y manifestarse generosa hasta la prodigalidad en cualquier llamamiento altruista. Por sórdido y avaro que el individuo fuera, no podía resistir tan imperiosa influencia. Así es que doblé las puntas de mi pañuelo convirtiéndolo en un saco, dejé caer dentro una moneda, y, sin decir palabra, lo pasé al juez, quien añadió sencillamente otra moneda de oro de veinte pesos y la pasó a su vecino; cuando el pañuelo volvió a mis manos contenía una cantidad respetable que entregué inmediatamente a Hop-Sing.
—Para el recién nacido, de parte de sus padrinos.
—¿Pero qué nombre le daremos?—dijo el juez.
Con un derroche de alusiva erudición, hubo un tiroteo de Erebo, Nox, Platón, Terracota, Anteo, etc., etc. Por último, dejamos que decidiera nuestro huésped la cuestión.
—¿No ha nacido de De-Hinchú? ¿Pues por qué no darle su propio nombre?—dijo tranquilamente.
Y así se hizo.
De este modo nació De-Hinchú en esta verídica crónica, en la noche del viernes 5 de marzo de 1856.
Acababa de entrar en prensa la última página de La Estrella del Norte de 19 de julio de 1865, única publicación diaria editada en Klamath County, y a las tres de la mañana dejaba yo a un lado mis manuscritos y pruebas, preparándome para irme a casa, cuando debajo de algunas hojas de papel que separaba, descubrí una carta. No llevaba sello alguno de correo y el sobre estaba algo sucio, pero no me fue difícil reconocer la letra de Hop-Sing, mi antiguo amigo. Abrilo apresuradamente y leí lo siguiente:
«Distinguido amigo: No sé si el dador le convendrá para el cargo de diablo en su diario; si esta plaza no es puramente del oficio, creo que reúne todas las cualidades apetecibles. Es activo, listo e inteligente; comprende el inglés mejor que lo habla, y es capaz de compensar cualquier defecto con el hábito de observación y su espíritu imitativo. No hay más que enseñarle una vez cómo se hace una cosa y la repetirá, sea buena o mala. Pero ya le conoce, usted es uno de sus padrinos; es De-Hinchú, el hijo putativo del prestidigitador De-Hinchú, a cuyas representaciones tuve el honor de invitarle; aunque quizá olvidado ya.
»Procuraré mandarlo con una partida de culis a Stocktown y de allí por expreso a esa ciudad. Me hará grandísimo favor si puede utilizarlo aquí y probablemente le salvará la vida, que en la actualidad está amenazada, gracias a los miembros más jóvenes de su cristiana y altamente civilizada raza, que asisten en San Francisco a los modernos e instructivos colegios.
»Está muy versado en el ejercicio de la profesión De-Hinchú, que siguió por algunos años, hasta que se hizo sobrado grande para entrar en la manga de su padre, o bailar en un sombrero. El dinero que tan generosamente le fue entregado lo he gastado en su educación; ha leído de cabo a rabo los Clásicos, pero creo que sin gran provecho: sabe poco de Lao-Tsé y absolutamente nada de Confucio. Además, por descuido de su padre, se asoció, tal vez demasiado, con niños americanos.
»Era mi intención contestar antes por correo a su carta; pero he pensado que el mismo De-Hinchú podía ser el portador de la misiva.
»Su amigo y respetuoso servidor,
Hop-Sing.»
En tales términos contestó Hop-Sing a mi carta. Pero, ¿dónde estaba el portador? ¿Por qué arte misterioso fue entregada? Consulté inmediatamente con el aprendiz, los impresores y el regente, pero no saqué nada en claro; nadie había visto la carta, ni sabía cosa alguna del que la trajo. Pocos días después recibí la visita de Ah-Ri, el lavandero.
—¿Usted querer diablo? Bueno; yo tomar él.
Momentos después, volvió con un niño chino, listo en apariencia, cuyo aspecto inteligente me hizo tan buena impresión que lo contraté en seguida. Cuando estuvo cerrado el trato, le pregunté su nombre.
—De-Hinchú—dijo el muchacho.
—Pero, ¿eres tú el niño enviado por Hop-Sing? ¿Cómo diablos no has venido hasta ahora? ¿Cómo has entregado la carta?
De-Hinchú me miró con una sonrisa.
—Yo tirar parte arriba ventana.
No lo comprendía. Me miró por un momento perplejo, y luego, arrancándome la carta de la mano se deslizó rápidamente por la escalera. Al cabo de un momento, con gran sorpresa mía, la carta entró volando por la ventana, dio dos veces la vuelta por la habitación y luego se posó suavemente como un pájaro sobre mi escritorio. No repuesto aún de la sorpresa, De-Hinchú reapareció, sonriéndose, miró la carta, luego me miró a mí, y exclamó:
—Así, hombre.
Y no añadió una palabra más. Este fue su primer acto oficial.
La hazaña que voy a relatar, siento tener que decirlo, no tuvo un éxito igualmente placentero. Uno de nuestros habituales repartidores cayó enfermo, y en el apuro se mandó a De-Hinchú que desempeñase interinamente sus funciones. Con objeto de evitar equivocaciones, la noche anterior le enseñaron la ruta, y al amanecer le entregaron el número ordinario de ejemplares para repartir. Al cabo de una hora volvió de buen humor y sin los periódicos, diciendo que estaban ya todos en poder de los subscriptores.
Pero, por desgracia para De-Hinchú, a cosa de las ocho de la noche, empezaron a llegar a la redacción subscriptores con indignada faz. Habían recibido sus ejemplares; pero, ¿de qué modo? Pasando a través del vidrio de las ventanas, en forma de balas de cañón fuertemente comprimidas, dándoles de lleno en la cara, como una pelota del juego de football si por casualidad se encontraban asomados; por cuartas partes, metidas por ventanas distintas; incluso los habían encontrado en la chimenea, clavados contra la puerta, en las ventanas de las buhardillas, en los terrados, embutidos en los ventiladores, introducidos en forma de arrolladas cerillas por el ojo de la cerradura, y anegados en los jarros con la leche matinal. Uno de aquellos furibundos subscriptores que esperó algún tiempo a la puerta de la redacción, al efecto de tener una entrevista personal con De-Hinchú (a la sazón, para mayor seguridad, encerrado bajo llave en mi habitación), díjome con lágrimas de rabia en los ojos, que a las cinco le había despertado una gritería horrible debajo de sus ventanas; que al levantarse, muy agitado, dejole estupefacto la aparición repentina de La Estrella del Norte, y doblada en forma de boomerang, o sea cachiporra de la India Oriental, y fuertemente arrollada, que entró disparada por la ventana, describió en el cuarto un número infinito de círculos, echó la luz por tierra, dio un cachete en la cara al niño, le sacudió a él en la mejilla y luego salió por la ventana opuesta y cayó, finalmente, en el patio, falto de impulso. Durante el resto del día, aparecieron en la redacción los ejemplares de La Estrella del Norte de la edición de aquella mañana, en fragmentos de papel sucios y estrujados que traía indignada la suscripción. De aquel modo se perdió también un admirable artículo sobre «Los recursos de Humboldt County» que había yo compuesto la noche antes, y que, sin duda alguna, hubiera cambiado el aspecto de los negocios del año siguiente y llevado a la bancarrota a los muelles de San Francisco.
Por tal motivo se juzgó que debía mantenerse encerrado a De-Hinchú en la imprenta reduciéndolo a la parte puramente mecánica del oficio. Allí, en poco tiempo, desarrolló maravillosa actividad y aptitud, granjeándose, al fin, el favor y buena voluntad de los impresores y del regente, que al principio tenían como de la mayor gravedad y trascendencia política su iniciación en los secretos del arte de Guttemberg. Muy pronto aprendió a componer los tipos, ayudándolo en la operación mecánica su extraordinaria destreza en la prestidigitación; su ignorancia del idioma parecía serle más favorable que perjudicial, aseverando el axioma de impresor, de que el cajista que sigue las ideas del original, es un pésimo operario. A menudo y deliberadamente, solían darle largas diatribas contra él mismo, que sus compañeros de trabajo colgaban del gancho de su caja como original, pasándole inadvertidas frases tan lacónicas como éstas: «De-Hinchú es hijo del mismísimo diablo», «De-Hinchú es un bribón amarillo», y me traía aún la prueba tan contento, brillando sus ojos y sacando a relucir sus dientes con una sonrisa de satisfacción.
No pasó, sin embargo, mucho tiempo sin que se desquitara de sus malévolos perseguidores, y una vez estuvo en un tris de que sus represalias me envolvieran en un serio disgusto. El regente de la imprenta se llamaba Webster, y De-Hinchú pronto aprendió a reconocer al individuo y las letras combinadas de su apellido. En lo más reñido de una campaña política, el elocuente y fogoso coronel Armando, de Siskyon, había hecho un discurso sensacional que fue especialmente taquigrafiado para La Estrella del Norte. En el transcurso de la peroración, el coronel Armando había dicho: «yo, como el sublime Webster, repetiré…» y aquí seguía la cita que no recuerdo ahora. Pues bien, De-Hinchú, mirando casualmente la galera, después de revisado el discurso, vio el nombre de su principal perseguidor, y como es natural, imaginó que era de él la frase que se transcribía. Una vez el molde en prensa, De-Hinchú aprovechó la ausencia de Webster para quitar la cita y sustituirla con una delgada tirita de plomo del mismo tamaño del tipo, grabada con caracteres chinos, formando una frase que, según creo, era una denigrante y completa declaración de la incapacidad y repugnancia de aquel funcionario, acompañada, en cambio, de una cláusula laudatoria de su propia personalidad.
A la mañana siguiente, el periódico contenía íntegro el discurso del coronel Armando, en el que se leía que el sublime Webster, en cierta ocasión, había expresado sus pensamientos en un chino excelente pero del todo incomprensible. La rabia del coronel Armando no tuvo límites. Tengo un vivo recuerdo de cuando aquel hombre y orador admirable entró en mi despacho y me pidió una retractación del aserto estampado.
—Pero señor de mi alma—le dije:—¿Está usted pronto a negar bajo su firma que Webster haya pronunciado semejante frase? ¿Se atreverá usted a negar que, entre los notorios conocimientos de Webster, no estaba comprendido el idioma de los hijos del celeste imperio? ¿Quiere usted someter una traducción adecuada a nuestros lectores y negar bajo palabra de honor, que el gran Webster haya expresado jamás tales conceptos? Si lo desdeña, caballero, estoy pronto a publicar su réplica.
El pundonoroso militar no lo quiso, pero se marchó indignado. En cuanto a Webster, el regente, lo tomó con más sangre fría: felizmente ignoraba que durante dos días los chinos de los lavaderos, de las minerías, de las cocinas, miraban por la puerta de los talleres con la cara radiante de malicia; incluso que nos hicieron un pedido de trescientos ejemplares sueltos de La Estrella del Norte, para los lavaderos de la población. Tan sólo observó que durante el día a De-Hinchú, de vez en cuando, le atacaban espasmos convulsivos, que se vio obligado a reprimir dándole de puntapiés y otros argumentos contundentes. Algunos días después del suceso, llamé a mi presencia a De-Hinchú.
—De-Hinchú—dije con gravedad,—quisiera que para mi propia satisfacción me tradujeras aquella frase china que mi privilegiado compatriota, el divino Webster, pronunció públicamente en cierta solemne ocasión.
Mirome el chino fijamente y sus negros ojos centellearon.
Después contestó gravemente.
—Señor, Webster dice:—Niño chino hacer yo muy tonto. Niño chino hacer mi muy enfermo.
Sin embargo, temo que esté retratando una parte y no la mejor del carácter de De-Hinchú. Según me refirió, había sido la suya una vida muy dura y accidentada. No conoció la niñez ni tenía noticia de sus padres. Educolo el prestidigitador De-Hinchú, pasando los siete primeros años de su vida saliendo de cestos, cayéndose de sombreros, subiendo por escalas y dislocando sus tiernos miembros a fuerza de colocarse en violentas actitudes. Criado en una atmósfera de engaño y artificio, consideraba a los hombres como perennes víctimas de sus sentidos; en fin, si hubiese pensado algo más, para su edad hubiera sido un cínico; con unos años más habría sido un escéptico, y más tarde, cuando viejo, hubiese llegado a filósofo. A la sazón era un diablejo: ¡un diablejo bien humorado, es verdad! diablejo cuya naturaleza moral nadie modeló, un diablejo en huelga, dispuesto a adoptar la virtud como un entretenimiento. Que yo sepa, no tenía conciencia de su alma; era muy supersticioso; llevaba consigo un horrible dios de porcelana, pequeño, al que tenía costumbre de insultar o de invocar, según creía procedente. Además, era demasiado inteligente para seguir los vicios ordinarios chinos de robar, o de mentir mecánicamente. Sea cual fuere la doctrina que practicase, no tenía otro guía que su razón.
Opino que no le faltaba sensibilidad, aunque era casi imposible alcanzar de él expresión alguna que la diera a conocer, y debo confesar en conciencia, que tenía apego a los que eran buenos para con él. Difícil sería determinar a qué podría haber llegado en condiciones más favorables que las de esclavo de un periodista poco retribuido y abrumado de trabajo; solamente sé que recibía las escasas e irregulares muestras de bondad que le concedía con suma gratitud. Leal y paciente, poseía dos cualidades de que carecen la generalidad de los criados americanos. Mi persona le había inspirado siempre grave deferencia y respeto; solamente una vez, después de provocarlo, recuerdo que dio muestras de alguna impaciencia. Por la noche, cuando me retiraba del despacho, solía llevármelo a mis habitaciones, para que me sirviera de portador de cualquier adición o pensamiento feliz que pudiera ocurrírseme antes de que pasaran las cuartillas a la imprenta. Recuerdo que una vez había estado yo borroneando papel hasta mucho más tarde de la hora a que acostumbraba a despedir a De-Hinchú, y habíaseme olvidado completamente su presencia en la silla al lado de la puerta, cuando de pronto llegó a mis oídos una voz en tono quejumbroso, que decía:
—Chylee.
Volvime maquinalmente.
—¿Qué dices?
—¡Yo decir: Chylee!
—¿Y qué?—dije con impaciencia.
—Usted saber, ¿cómo está, John?
—Sí.
—Usted saber, ¿tanto tiempo John?
—Sí.
—¡Bueno, pues; Chylee! ¡es lo mismo!
Lo comprendí claramente. De-Hinchú deseaba acostarse y se valía de aquella palabra para dar las buenas noches. Sin embargo, un instinto de picardía que poseía yo lo mismo que él, me impelió a obrar como si no comprendiera la indirecta; murmuré algo en este sentido, y me incliné otra vez sobre mis papeles. A los pocos minutos oí que sus suelas de madera pataleaban sobre el entarimado. Mirelo: estaba junto a la puerta, de pie.
—¿Usted no saber, Chylee?
—No—dije con fingida seriedad.
—¡Usted ser mucho grande tonto! ¡Todo igual!
Y se largó, asustado por su propia audacia.
No obstante, a la mañana siguiente, apareció como siempre, dócil y sumiso, y no le recordé su defección. Probablemente, como ofrenda de paz, limpió todas mis botas, deber que nunca le había exigido, incluyó en el obsequio un par de zapatos y unas inmensas botas de montar, todo de piel de ante, sobre las cuales tuvo ocasión de expiar durante dos horas sus remordimientos.
He hablado de su honradez como cualidad más inteligente que moral, pero recuerdo dos excepciones. Para cambiar la pesada alimentación usual de los pueblos mineros, deseaba yo comer huevos frescos, y sabiendo que los paisanos de De-Hinchú eran celebrados por sus criaderos de aves de corral, me dirigí a él con tal fin. Cada día me trajo huevos, pero se negó a recibir paga de ninguna especie, diciendo que el hombre no los vendía, ejemplo extraordinario de abnegación, pues los huevos valían entonces medio peso cada uno. Una mañana, mi vecino Forster, hízome durante el almuerzo una visita, y con esta ocasión lamentó su mala suerte, pues sus gallinas habían cesado de poner, o bien él no sabía dar con los nidales. De-Hinchú que estaba presente durante nuestro coloquio, conservó el grave y característico silencio de costumbre. Pero cuando mi vecino se hubo marchado, se volvió hacia mí, con una ligera risa, diciendo:
—Gallinas de Flostel, gallinas de De-Hinchú, todo es igual.
Después, en una temporada de grandes irregularidades en los correos, De-Hinchú me había oído deplorar los retardos en la entrega de mi correspondencia. Un día, al llegar a mi despacho, me sorprendí de encontrar la mesa cubierta de cartas, acabadas de llegar por el correo, pero desgraciadamente ninguna de ellas llevaba mi dirección. Volvime hacia De-Hinchú, que las estaba contemplando tranquilamente satisfecho y le pedí una aclaración. Señaló a mis ojos espantados un saco de correos, vacío en un rincón, y dijo:
—Cartero dice siempre: ¡No hay cartas, John, no hay cartas, John! ¡Cartero mucho mentir! Cartero ser inútil. ¡Yo anoche tomar saco de cartas, todo igual!
Por fortuna, era aún temprano y no habían hecho el reparto; tuve una precipitada entrevista con el jefe de Correos sobre el atrevido atentado de De-Hinchú, al robar la correspondencia de la Unión. Con la compra de un nuevo saco de correos, quedó solventado el asunto.
Cuando volví a San Francisco, después de colaborar durante dos años en La Estrella del Norte, hubiese podido dar por terminada mi misión, llevándolo conmigo a De-Hinchú, si no lo hubiese impedido el profundo cariño que le profesaba. Además, no creo que hubiese visto con gusto el cambio, y lo atribuí a un temor nervioso de la aglomeración de gente, pues cuando tenía que cruzar la ciudad para algún recado, daba un gran rodeo por los barrios extremos. Lo atribuí también al horror de la disciplina del colegio anglochino, al cual me propuse enviarlo; a su cariño por la vida libre y vagabunda de las minas, o a mera inclinación natural. Hasta mucho tiempo después, no se me ocurrió que fuera por presentimiento.
Parecía haber llegado ya la ocasión que tanto esperaba y anhelaba. Podía colocar a De-Hinchú, bajo influencias suavemente restrictivas, someterlo a una vida y enseñanza que le inclinara al bien más que mis mal reguladas bondades y cuidado superficial. De-Hinchú ingresó en la escuela de un misionero chino, pastor inteligente y bondadoso, que había demostrado gran interés por el chico, y quien, sobre todo, cifraba en él firmes esperanzas. Acogiole en su casa una pobre viuda, con una sola hija, de uno o dos años menos que De-Hinchú. Esta criatura, lista, alegre, inocente y sin artificio, fue la que tocó el corazón al muchacho y despertó la susceptibilidad moral que había permanecido insensible a los sermones del teólogo y a las enseñanzas de la sociedad.
De-Hinchú debió ser feliz aquellos breves meses, ricos en promesas que no vimos cumplidas. Tenía para su pequeña amiga la misma supersticiosa adoración, aunque no el mismo capricho, que para su dios pagano, de porcelana. Sentía una inefable dicha en caminar tras de ella hasta el colegio, llevándole los libros, servicio siempre acompañado de algún cachete, debido a las pequeñas manos de sus hermanos de raza mogol. Construía para ella los más maravillosos juguetes, recortaba de zanahorias y de nabos las más sorprendentes flores y figuras, hacía de pepitas de melón, gallinas como naturales, construía abanicos y cometas, y era singularmente diestro en cortar para las muñecas fastuosos vestidos de papel. Ella, por su parte, jugaba también con él; le enseñaba canciones y lindezas, diole para su trenza una cinta amarilla, la que mejor sentaba a su color; leíale cuentos y narraciones y lo llevaba consigo a la clase del domingo; en oposición a los precedentes de la escuela y a manera de las mujeres mayores, triunfaba en esta innovación. Sería mi deseo poder añadir que consiguió que se convirtiera y que lo hizo abandonar su ídolo de porcelana; pero estoy contando una historia verdad. La niña se contentaba con inspirarle su cristiana bondad, sin dejarle ver que estaba ya convertido. De modo, que hicieron muy buenas migas la niña cristiana con su dorada cruz colgando de su blanca garganta, y el amarillo idólatra, con su horrible deidad de porcelana escondido en las profundidades de su vestidura.
El año de 1869 se recordará por mucho tiempo en San Francisco; durante dos días, una turba de sus ciudadanos se arrojaron sobre extranjeros indefensos, los mataron porque eran extranjeros y de otra raza, religión y color, y porque ofrecían su sudor al precio que podían obtener de él. Magistrados hubo tan pusilánimes, que se figuraron que había llegado el fin del mundo; hubo hombres de Estado, eminentes, cuyos nombres me avergüenzo de escribir aquí, que dudaron de que el artículo de la Constitución que garantiza a todo ciudadano extranjero la libertad civil y religiosa, era un principio moral incontrovertible. Sin embargo, no faltaron hombres no tan fáciles de asustar, y que en veinticuatro horas arreglaron las cosas de manera que los tímidos pudieran estrecharse las manos con seguridad, y los eminentes estadistas proferir sus dudas sin dañar a nada ni a nadie. Por aquellos días, recibí una esquela de Hop-Sing, rogándome que fuese en seguida a verlo.
Su almacén estaba cerrado y defendido contra los ataques posibles de los revoltosos por numerosa policía. Hop-Sing me recibió con su habitual e imperturbable tranquilidad, pero, según me pareció, con mayor gravedad que de ordinario. Con el mayor silencio, me tomó de la mano y me condujo al fondo de la habitación y de allí por las escaleras al sótano. Reinaba en su interior casi una completa oscuridad, pero se distinguía algo tendido en el suelo, cubierto por un chal. Cuando me acerqué retiró el chal bruscamente y descubrió a De-Hinchú, el idólatra, ¡tendido allí exánime!
¡Muerto, mis queridos amigos, muerto!… ¡Maltratado hasta morir en las calles de San Francisco, en el año de gracia de mil ochocientos sesenta y nueve, por una banda de colegiales cristianos!… ¡niños de su edad!…
Con el corazón conmovido puse mi mano sobre su pecho, sentí algo que se desmenuzuba bajo su blusa y miré interrogativamente a mi acompañante. Hop-Sing introdujo su mano entre los pliegues de seda, y con la única sonrisa de amargura que vi jamás en el rostro de aquel caballero pagano, retiró un objeto de porcelana.
Era el ídolo de De-Hinchú, hecho trizas por una piedra de aquellos iconoclastas cristianos.